viernes, 28 de septiembre de 2012

PALABRA Y PASTOR: HISTORIA DE AMOR

Tenemos que ir a la Palabra con el vivo deseo de ser interpelados por ella. Cuando la interpelación acontece quiere decir que la Palabra, en su resonar, ha pronunciado el nombre de quien a ella se ha acercado y por ella se ha dejado abrazar.










PALABRA Y PASTOR: HISTORIA DE AMOR
 

Es comúnmente sabido que una persona se abre a otra conforme se va sintiendo aceptada, apreciada y, por supuesto, valorada; todo ello hace que no quede indiferente ante quien ha fijado su mirada y atención en ella. Cuando se dan estos hechos podemos afirmar que se ha puesto en marcha la fuerza, la atracción irresistible del amor.

Lo que sucede en el amor humano, reflejo del Amor que es Dios (1Jn 4,8), se cumple y realiza en dimensiones que escapan a toda medición entre la Palabra en la cual Dios habita, (Jn 1,1), y el hombre-mujer que la acoge teniendo en cuenta que acoge al mismo Dios: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Estamos hablando de una especialísima historia de amor.

Dicho esto, podemos considerar, sin querer ser sensacionalistas, que la Palabra en cuanto tal se abre, se da a conocer, a quien la valora realmente, a quien muestra un interés que llamaríamos exclusivo que no excluyente; diríamos, sirviéndonos del lenguaje humano, que se entrega a quien la busca con pasión. Es como si se sintiera amada sobre todas las cosas, por ello se abre a su amante. Éste, a su vez, al intuir que ella supone el culmen de todas las riquezas y grandezas soñadas, anheladas y buscadas, pone todos los medios a su alcance para hacerla suya, alma de su alma, como expresó el autor de la Sabiduría, lleno del Espíritu Santo: “Considerando en mi corazón que se encuentra la inmortalidad en emparentar con la Sabiduría, en su amistad un placer bueno, en los trabajos de sus manos inagotables riquezas… busqué por todos los medios la manera de hacerla mía” (Sb 8,17-18).

           Es en este sentido que Jesús, Señor y Maestro de sus discípulos, también pastores, les enseña a pedir humilde y confiadamente a Dios, a quien conocen como Padre, la ración de Palabra viva de cada día para poder mantener vibrante el amor hacia ella y acrecentarlo como corresponde a su propia y natural expansión. Repito, es el Señor y Maestro quien nos enseña a hablar así con nuestro Padre, que es también el suyo: “Padre, danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt 6,11).

Esta andadura relacional, tejida entre búsquedas, hallazgos y asombros, provoca la fe adulta y, con ella, el delirio tierno y amoroso del Padre hacia los discípulos de su Hijo, como Él mismo nos certifica: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27).

Establecida esta relación, tan original por una parte, y tan natural por otra ya que la piden a gritos los anhelos del alma y el corazón, tenemos la confianza de que el Hijo de Dios nos dará la pauta para fortalecerla, pues de ella depende la calidad o, mejor dicho, la autenticidad de nuestro discipulado; no en vano oímos decir a Jesús: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).

Jesús, Señor y Maestro, exhorta a los suyos a mantenerse en su Evangelio, lo que les garantiza la conquista de la verdad y la libertad; a lo que podríamos añadir la fidelidad, la cual no se forja tanto a base de compromisos, reglas o propósitos, sino que es fruto de la sabiduría del corazón. Dicho de otra forma, podemos afirmar que el que se mantiene en la Palabra es mantenido por ella en el amor a Dios.

De esta exhortación se deduce con meridiana claridad que la espiritualidad de la Palabra no es una más en la Iglesia; de hecho, es la única propuesta por el Hijo de Dios para llegar a conocer al Padre. Decimos sin ambages que es la única porque fue la suya, ya que en cuanto hombre también tuvo que crecer en la fe y la fidelidad.


 

miércoles, 26 de septiembre de 2012

MENSAJE DEL CONCILIO VATICANO II A LOS JÓVENES



El Santo Padre Benedicto XVI nos acaba de decir a todos los cristianos en la Carta Apostólica Porta Fidei (La puerta de la fe) con la que convoca el Año de la fe (11 octubre 2012-24 noviembre 2013), que el Concilio Vaticano II (del que van a cumplirse los 50 años)no pierde su valor ni su esplendor, y que sigue siendo una gran fuerza para la renovación de la Iglesia (nº 5).

El 7 de diciembre de 1965, los Padres del Concilio, Obispos del mundo entero, dirigían este mensaje a los jóvenes, mensaje que sigue siendo actual y necesario:


MENSAJE DEL CONCILIO VATICANO II A LOS JÓVENES



Finalmente, es a vosotros, jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, a quienes el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Porque sois vosotros los que vais a recibir la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia.

Sois vosotros los que, recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y de vuestros maestros vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella. La Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven. Al final de esa impresionante «reforma de vida» se vuelve a vosotros.

Es para vosotros los jóvenes, sobre todo para vosotros, porque la Iglesia acaba de alumbrar en su Concilio una luz, luz que alumbrará el porvenir. La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que vais a constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras. Está preocupada, sobre todo, porque esa sociedad deje expandirse su tesoro antiguo y siempre nuevo: la fe, y porque vuestras almas se puedan sumergir libremente en sus bienhechoras claridades.

Confía en que encontraréis tal fuerza y tal gozo que no estaréis tentados, como algunos de vuestros mayores, de ceder a la seducción de las filosofías del egoísmo o del placer, o a las de la desesperanza y de la nada, y que frente al ateísmo, fenómeno de cansancio y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno. En el nombre de este Dios y de su hijo, Jesús, os exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vuestras energías. Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores.

La Iglesia os mira con confianza y amor. Rica en un largo pasado, siempre vivo en ella, y marchando hacia la perfección humana en el tiempo y hacia los objetivos últimos de la historia y de la vida, es la verdadera juventud del mundo. Posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas. Miradla y veréis en ella el rostro de Cristo, el héroe verdadero, humilde y sabio, el Profeta de la verdad y del amor, el compañero y amigo de los jóvenes. Precisamente en nombre de Cristo os saludamos, os exhortamos y os bendecimos.

7 de diciembre de 1965

domingo, 23 de septiembre de 2012

DIOS NOS HACE CRECER


      Los discípulos de Jesucristo son un regalo de Dios para el mundo entero. Su amor les mueve a ofrecer a sus hermanos a ese Alguien que pueda cogerles del brazo para hacer con ellos el camino de la Vida. Con Él, con el Señor Jesús, pueden sortear los valles de tinieblas que acompañan toda existencia.




 
 
 
DIOS NOS HACE CRECER
 
Pedro, el del corazón voluble, el de voluntad débil, el de sentimientos adolescentes, se rinde. ¡Dios se ha hecho en él en forma de corazón fuerte! Quizás se ve en ese momento en el espejo de Jeremías cuando, acobardado y atemorizado ante la misión que Dios le confiaba, arguyó en su favor el pretexto, con el fin de poder rechazarla, de que no era más que un muchacho, un adolescente. Pienso que no se estaba refiriendo a una edad cronológica sino a la inmadurez de su corazón. Y por otra parte, ¿qué corazón no es inmaduro ante las propuestas de Dios?

 Recordemos la respuesta de Dios a Jeremías cuando le argumentó que no era más que un adolescente: “No digas: Soy un  muchacho, pues adondequiera que yo te envíe, irás, y todo lo que te mande dirás… Entonces alargó Yahvé su mano y tocó mi boca. Y me dijo: Mira, he puesto mis palabras en tu boca” (Jr 1,7-9). El profeta se rindió no ante la fuerza de Dios sino ante su amor y elección.

Corazón voluble, adolescente, inmaduro y, por supuesto, no fiable. Así es como nos encuentra el Hijo de Dios al llamarnos al pastoreo. La garantía consiste en que el que nos llama se hace en nosotros dándonos un corazón nuevo. Lo hizo con Pedro y lo hace con todos, pues así está profetizado y prometido: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos (mis palabras)…” (Ez 36,26-27).

Releamos esta promesa a la luz de Jesucristo, que es quien la lleva a cabo en los suyos: un corazón nuevo que os hará caminar según mi Evangelio. A la luz de Jesucristo, podemos afirmar que Dios se hace en el hombre por su Palabra creando en él un corazón nuevo, firme en la fe y apto para el seguimiento. Ya afirmé antes que el Hijo de Dios se hizo en el corazón de Pedro, y probablemente esto suscitó algo de extrañeza y perplejidad. Creo que sabiendo que la profecía-promesa de Ezequiel se ha cumplido en su plenitud en el Hijo de Dios, hemos podido comprender mejor este hacerse de Dios en el hombre, aunque parezca metafórico.

Mirando ahora a Pedro, podemos afirmar que el pastoreo de las ovejas de Jesús es una bellísima e inigualable historia de confianza y amor, en la que el Señor Jesús, aun sabiendo todo hasta lo más recóndito e, incluso, inexcusable, acerca de cada uno de los que llama a este ministerio, persiste en su invitación.

Nadie que conociese así a un candidato que pretendiera trabajar para él, lo aceptaría. ¡Dios sí! Lo que realmente es incomprensible, imposible de encajar con nuestros parámetros de eficacia, es que, aunque nos parezca increíble, y realmente nos lo parece, cuanto más un hombre se sabe conocido por Dios en su debilidad, ¡tanto más se siente hijo suyo, tanto más Dios es Padre para él! Y pasmémonos: tanto más Dios lo reconoce como hijo querido en quien se complace (Mt 3,17). Inaudito, inconcebible, sí, pero… ¡silencio!: ¡estamos hablando de Dios, de su amor!, término que en Él no tiene nada de banalidad, como puede acontecer entre nosotros.  




 

domingo, 16 de septiembre de 2012

CLARO QUE SABE


“La gran tarea de la evangelización requiere un número cada vez mayor de personas que respondan generosamente al llamado de Dios y se entreguen de por vida a la causa del Evangelio. Una acción misionera más incisiva trae como fruto precioso, junto al fortalecimiento de la vida cristiana en general, el aumento de las vocaciones de especial consagración”. Entre los muchos aspectos que se podrían considerar para el cultivo de las vocaciones “el cuidado de la vida espiritual”. “La vocación no es fruto de ningún proyecto humano o de una hábil estrategia organizativa. En su realidad más honda, es un don de Dios, una iniciativa misteriosa e inefable del Señor, que entra en la vida de una persona cautivándola con la belleza de su amor, y suscitando consiguientemente una entrega total y definitiva a ese amor divino”. “La preocupación por las vocaciones ocupa un lugar privilegiado en mi corazón y en mis oraciones”. (Benedicto XVI) .








                                                        
                                                            CLARO QUE SABE

Damos un salto de esta primera llamada a la última, la que consuma el definitivo toque a su obra creadora en él, sabiendo que todo discípulo y pastor es una obra maestra de Dios. En esta última vez, a las orillas del mar del Tiberíades, Jesús le pregunta: Pedro, ¿me amas? -La misma voz, los mismos ojos y…, ahí queda el pobre Pedro aturdido por el asombro, ¡el mismo amor!

¡Señor, tú lo sabes todo, lo sabes todo acerca de mí! ¿Y aún me preguntas que si te amo? ¡Claro que sí, por supuesto que te amo! ¿Quién sino Tú es capaz de ofrecer al hombre caído motivos y razones para seguir viviendo? Tu pregunta es como un soplo que aviva la mecha humeante (Is 42,3) a la que se vieron reducidas mis promesas de amor y seguimiento a ti: “… ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti” (Jn 13,37).

Buceamos, entre curiosos y expectantes, por el inmenso amor de soliloquios de Pedro ante esta mirada-pregunta, que en realidad es una neollamada de Jesús, con la certeza de encontrar en Él respuestas, y también fuerzas ante tantos miedos que nos impiden fiarnos de nosotros mismos a la hora de  decir nuestro ¡aquí estoy! a Dios.

Bien cierto es que, si nos atrevemos a mirar fijamente el corazón de Pedro, llegamos a la conclusión de que la verdad de nuestros impedimentos para responder a Dios el aquí estoy ante sus llamadas, no es que no nos fiamos de nosotros mismos, sino que, realmente, de quien no nos fiamos es de Dios, no nos creemos que la historia de Pedro sea repetible. Pues sí, lo es, se repite en cada discípulo llamado al pastoreo.

Nos parece oír los susurros de Pedro: ¡Señor, tú lo sabes todo sobre mí! Es cierto que hemos hablado en otras ocasiones de este encuentro de Jesús con Pedro en la mañana de la resurrección. Hoy nos apetece acariciar estas palabras, tan bellas como sobrecogedoras: Señor, tú sabes todo acerca de mí y, a pesar de ello,  me llamas…  Ahora sí que comprendo el valor incalculable que tiene la vida que has ofrecido, entregado, por mí… ¡Es tanta mi pobreza, tan escaso mi amor! Sin embargo, ahora ya sé lo que es ser amado aunque yo no te haya sabido amar.

Sin salir de las entrañas de Pedro, nos parece oír la respuesta de Jesús, o quizás mejor, las razones por las que insiste en su llamada-invitación a que pastoree sus ovejas. Recogemos, pues, las palabras del Señor y Maestro que resuenan en el alma asombrada y sobrecogida de Pedro. El soliloquio ha dado paso a un diálogo íntimo en el que el eco de cada palabra está cargado de mil resonancias, rebosantes todas ellas de la ternura infinita del Hijo de Dios, y también, por qué no, de la ternura del rudo pescador que está con Él.

Afinamos el oído y escuchamos la respuesta que da el Hijo de Dios a su amigo y discípulo: Es cierto, conozco todo sobre ti, conozco tu corazón mucho mejor que tú mismo. Acuérdate que en su momento te advertí que no estabas todavía preparado para seguirme, mas también te prometí que un día estarías capacitado para  dar estos pasos (Jn 13,36). No era entonces posible para ti ni para nadie. Al igual que todos los demás, tenías una fe infantil, disonante; tu boca y tu corazón estaban desajustados. La palabra de tus labios no estaba en absoluto en consonancia con tu corazón tan voluble… Más de una vez lo habrás oído en la sinagoga cuando se leen los textos proféticos: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,13). Justamente por esta disonancia no podías ni seguirme, ni ser pastor según mi corazón. Una vez que he dado mi vida por ti y que ya te es posible el seguimiento y la aceptación de mi llamada a ser pastor, rememoro nuestro primer encuentro y te pregunto: ¿Quieres? Puesto que ya puedes amarme a mí y a mis ovejas, te digo: ¿Me amas y las amas?



miércoles, 12 de septiembre de 2012

¿NOS VEMOS EN RIO DE JANEIRO?


LAS SORPRESAS DE DIOS


En la vida de los discípulos (y en la nuestra), que a veces están tan marcada por la rutina, de repente irrumpe Jesús. El Señor nos llama únicamente a tareas o misiones concretas… nos llama a que lo que vivamos lo vivamos en abundancia. No nos llama a subsistir, sino a disfrutar y a vivir intensamente. No nos llama a aguantar, sino a descubrir y agradecer lo que se nos regala día a día… No hay estado ni edad que no sea el adecuado para que Dios se cruce por nuestro camino. La llamada de Dios es siempre para dar, para multiplicar los talentos… Ojalá que no tengamos miedo de pasar del blanco y negro a la vida en color.








Un aspecto que nos impacta fuertemente al analizar la llamada que Dios dirige a alguien para una misión concreta es lo que podríamos denominar “su falta de prudencia”, su saltarse las más elementales normas que rigen a la hora de fijarse en alguien para un determinado proyecto.  Estamos hablando de la idoneidad, de la capacidad de personas que no parecen de por sí  las más adecuadas  en orden a asumir un encargo de tanta responsabilidad, como lo son todos los encargos de Dios, para llevar a cabo satisfactoriamente lo que Él les propone. Si se me permite una ligera ironía, diría que, cuando Dios llama así, el acto de fe es más necesario en Él que en la persona llamada.

Dios tiene sus criterios que menos mal que no se equiparan con  los nuestros, ya que somos, una y otra vez, seducidos, influenciados y movidos por las apariencias, hasta el punto de que valoramos a los demás según su fachada. Dios no mira las apariencias sino el corazón. Recordemos el diálogo habido entre el profeta Natán y Jesé, padre de David. Natán había sido enviado a casa de éste con la misión de escoger entre sus hijos al rey que habría de sustituir a Saúl (1Sm 16,1). Jesé le presenta al mayor de ellos, Eliab, sin duda el que reunía las mejores condiciones y cualidades humanas, altura, prestancia, fuerza, habilidad…, para ser rey. Sin embargo, Dios dijo a Samuel: “No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahvé mira el corazón” (1Sm 16,7).

La mirada de Dios no es como la mirada de los hombres. Si tuviéramos que analizarlas, diríamos que la mirada del hombre tiene mucho de egocéntrica, detrás y delante de ella van atados nuestros intereses; además somos enormemente débiles y pobres en objetividad ante las apariencias que nos deslumbran. La mirada de Dios, en cambio, es creadora como creador es Él, es capaz de convertir el yermo en un vergel: “Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar de aguas. Pondré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una…” (Is 41,18b-19).

Así es como Dios llama a sus pastores: mirándoles. No es una mirada sopesadora, menos aún inquisidora. Dios no necesita investigar a fondo para conocernos, bien sabe quiénes y cómo somos por fuera y por dentro. Recordemos lo que Jesús pensaba acerca de aquellos que, a la vista de sus milagros, decían y profesaban su fe en Él. Lo conocemos por el testimonio de Juan: “…muchos creyeron en su nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre” (Jn 2,23b-25).

En realidad la mirada del Hijo de Dios al llamar a los suyos es como un espejo en el que los llamados pueden conocer quiénes y cómo son por una parte, y por otra evitar que  se asusten o se escandalicen de sí mismos, ya que Él, que les mira y llama, se responsabilizará dando su vida por ellos a fin de que lleguen a ser sus pastores: “Jesús les dijo: Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres. Al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mc 1,17-18).

Nos adentramos en la llamada de Jesús a Pedro con el fin de disfrutar del relato catequético tal y como nos lo ofrece Juan. El evangelista puntualiza que Jesús fijó su mirada en él y le llamó: “Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que quiere decir, Piedra” (Jn 1,42).



 

sábado, 8 de septiembre de 2012

LAS MIRADAS DE LOS PASTORES
         
      
      Cuando todo lo que tengo entre mis manos ya no importa, cuando ya se llega a la conclusión de que lo único que tiene valor es si estamos viviendo ante Ti o ante Nadie, es entonces cuando empiezan a sonar melodiosamente los acordes de la libertad.








Así sucede siempre, los pastores según el corazón de Dios tienen doble mirada: la que se fija intensamente en Jesús (Hb 12,2), y la que se posa con ternura sobre el rebaño confiado sean cuales sean sus características y circunstancias. Con no poca frecuencia, da una mirada tan penetrante a sus pastores que sus ojos traspasan las fronteras de su patria chica y se proyectan hacia la patria grande, el mundo entero, buscando rebaños sin pastor. Gozosos por la misión recibida, se llegan hasta estas multitudes dispersas y les dicen en nombre de Dios: “Os anunciamos una gran alegría… ¡Os ha nacido un Salvador!” (Lc 10,11)

Es necesario señalar también que Dios fraguó la calidad del pastoreo de Moisés en la soledad. Y así le vemos a solas, cara a cara con Él, mientras el pueblo se mantenía a distancia (Éx 33,8). En esta soledad propia de los amantes, Moisés recibía de Dios para él y para su pueblo “palabras de vida”, como dio a conocer Esteban al Sanedrín en el juicio que urdieron contra él (Hch 7,38).

He aquí el aspecto más doloroso y dramático de la soledad del pastor según el corazón de Dios. Recibe de Él palabras de vida, y esto bien que lo sabe, pues tiene la certeza de que no han llegado a su boca desde su mente o inteligencia. Con este tesoro en su corazón, choca, sobre todo al principio,  con la dureza de corazón de su pueblo, especialmente con aquellos que nunca entendieron ni entenderán que la fe es una búsqueda permanente del Dios que habla. Algo semejante le sucedió a Moisés. Sin embargo, lo que parece un fracaso, un sinsentido, incluso una razón de peso para desistir y abandonar la misión y con ella al rebaño, se convierte en escuela del amor y fidelidad.

El hecho es que Moisés conoce íntimamente a Dios en este espacio de soledad no escogido por él; de la misma forma que tampoco escoge a su rebaño ni su modo de ser, a veces tan escéptico como arrogante. En realidad es Dios quien elige por él; incluso escoge el desierto que más conviene a su pastor, ese lugar privilegiado en que le puede hablar al corazón ofreciéndoles palabras que levantan sus almas. Gracias a esta soledad asumida, Moisés puede llevar a su rebaño hacia su destino.

Teniendo en cuenta todo esto y viéndose en cierto modo los pastores de hoy y del mañana reflejados en Moisés, nos alegramos al constatar que Dios le llama: su amigo. “Yahvé hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Éx 33,11a). Todos salieron ganando: el pastor llegó a ser amigo íntimo de Dios, y el rebaño alcanzó la tierra que Él le había preparado y dispuesto; tierra que mana leche y miel, que, como sabemos, son símbolos de las bendiciones mesiánicas.

“Mis palabras son espíritu y vida”, proclamó el Hijo de Dios, el nuevo y definitivo Moisés (Jn 6,63b). De su boca fluye la gracia, dijeron los judíos que asistieron a su primera predicación (Lc 4,22); fluyen “la leche y la miel de Dios que dan vida al alma”, como dicen los santos Padres de la Iglesia… También fluyen  de la boca de sus pastores, aquellos que lo son según su corazón.



 

lunes, 3 de septiembre de 2012


CANTEMOS AL SEÑOR CON ALEGRÍA.

 

Cantemos al Señor con alegría,
unidos a la voz del pastor santo;
demos gracias a Dios, que es luz y guía,
solícito pastor de su rebaño.

Es su voz y su amor el que nos llama
en la voz del pastor que él ha elegido,
es su amor infinito el que nos ama
en la entrega y amor de este otro cristo.

Conociendo en la fe su fiel presencia,
hambrientos de verdad y luz divina,
sigamos al pastor que es providencia
de pastos abundantes que son vida.

Apacienta, Señor, guarda a tus hijos,
manda siempre a tu mies trabajadores;
cada aurora, a la puerta del aprisco,
nos aguarde el amor de tus pastores. Amén.


 

sábado, 1 de septiembre de 2012

EN SOLEDAD CON DIOS




      “El Señor es mi Pastor, nada me falta”. Esta feliz intuición del salmista, que hacemos nuestra,  no es un principio moral, ni siquiera el resultado de un camino ascético, sino una constatación, fraguada por la experiencia de fe, que  crece conforme el Evangelio   -que es la misma savia de Dios-  va empapando nuestra alma.









En soledad con Dios Por supuesto que el mundo intenta atraer hacia sí lo que el Hijo de Dios, con su llamada, le ha arrebatado de sus manos: sus discípulos: “Al elegiros os he sacado del mundo” (Jn 15,19b). De ahí la necesidad de llevarlos a la soledad para ponerlos al abrigo de todo apoyo destructivo, protegerlos de toda alabanza y reconocimiento: éstas son las armas del mundo. Librarlos en definitiva de todo aquello que cegó los ojos de los fariseos impidiéndoles reconocer que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios. De todas formas, la mejor manera de comprender la soledad a la que el Señor Jesús conduce a los que llama para ser pastores según su corazón, es haciendo nuestra su experiencia de soledad. Él mismo, sin dejar de estar permanentemente con su pueblo y de forma especial con sus discípulos, nos habla de ella: “Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32). Jesús, Pastor de pastores, el que alcanzó a ser dueño y señor de su soledad hasta encontrar en ella el Rostro de su Padre, el manantial de su Sabiduría y el temple de su Fuerza, conoció palabras en su propio corazón, palabras de vida, palabras de lo alto, palabras guardadas con tanto amor que le ataron indisolublemente al Padre, a su voluntad. Recordemos su confesión a los judíos quienes no terminaban de creer en Él: “Yo conozco a mi Padre y guardo su Palabra” (Jn 8,55b). Jesús, el Solo con el Padre por excelencia, nos conduce a nuestro propio desierto para pastorearnos, hablarnos al corazón, poner en él su Evangelio creando en los suyos el pastoreo según su corazón. El Hijo de Dios es la plenitud del pastoreo confiado por Yahvé a Moisés, a quien vamos a dedicar unas líneas, ya que su experiencia como pastor al conducir al pueblo de Israel por el desierto hasta las puertas de la tierra prometida, es un bello y profundo reflejo de los pastores de la Iglesia, cuya misión es conducir sus ovejas, los hombres y mujeres del mundo entero, hacia Jesucristo. Nadie va al Padre sino a través de Él (Jn 14,6b). Más aún, si Moisés llevó al pueblo que Dios le confió hasta las puertas de la tierra prometida, los pastores según su corazón llevarán a sus rebaños hacia las puertas por las que los vencedores llegan hasta Dios (Sl 118,19-20). Los pastores moldeados por el Hijo de Dios no se sirven de las ovejas para su propio provecho, prebendas o glorias, sino que, movidos por el amor y solicitud hacia ellas, dan lo mejor de sí mismos, su vida, a fin de conducirlas hacia Jesucristo, la única Puerta de acceso a la Vida, como Él mismo atestigua (Jn 10,9). Volviendo a Moisés, hemos de señalar que no fue en absoluto dócil el rebaño que Dios le confió. Incontables fueron sus rebeliones, desánimos y chantajes, hasta el punto de querer desandar el camino recorrido en el desierto y volverse a Egipto porque no se fiaban ni de Dios ni del pastor que había preparado para ellos. Sin embargo, a pesar de tantas contradicciones, Moisés no abandonó a su rebaño. Sus ovejas llegaron a “amargarle el alma”, como nos dice el salmista (Sl 106,33), mas no por ello Moisés, amigo de Dios, desistió de su pastoreo, de su misión. Amaba demasiado a Dios y a su rebaño -he ahí el doble mandamiento dado por Yahvé a su pueblo y explicitado por Jesucristo (Mt 22,37-39)- como para desistir y abandonarlo a su suerte.