viernes, 28 de septiembre de 2012

PALABRA Y PASTOR: HISTORIA DE AMOR

Tenemos que ir a la Palabra con el vivo deseo de ser interpelados por ella. Cuando la interpelación acontece quiere decir que la Palabra, en su resonar, ha pronunciado el nombre de quien a ella se ha acercado y por ella se ha dejado abrazar.










PALABRA Y PASTOR: HISTORIA DE AMOR
 

Es comúnmente sabido que una persona se abre a otra conforme se va sintiendo aceptada, apreciada y, por supuesto, valorada; todo ello hace que no quede indiferente ante quien ha fijado su mirada y atención en ella. Cuando se dan estos hechos podemos afirmar que se ha puesto en marcha la fuerza, la atracción irresistible del amor.

Lo que sucede en el amor humano, reflejo del Amor que es Dios (1Jn 4,8), se cumple y realiza en dimensiones que escapan a toda medición entre la Palabra en la cual Dios habita, (Jn 1,1), y el hombre-mujer que la acoge teniendo en cuenta que acoge al mismo Dios: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Estamos hablando de una especialísima historia de amor.

Dicho esto, podemos considerar, sin querer ser sensacionalistas, que la Palabra en cuanto tal se abre, se da a conocer, a quien la valora realmente, a quien muestra un interés que llamaríamos exclusivo que no excluyente; diríamos, sirviéndonos del lenguaje humano, que se entrega a quien la busca con pasión. Es como si se sintiera amada sobre todas las cosas, por ello se abre a su amante. Éste, a su vez, al intuir que ella supone el culmen de todas las riquezas y grandezas soñadas, anheladas y buscadas, pone todos los medios a su alcance para hacerla suya, alma de su alma, como expresó el autor de la Sabiduría, lleno del Espíritu Santo: “Considerando en mi corazón que se encuentra la inmortalidad en emparentar con la Sabiduría, en su amistad un placer bueno, en los trabajos de sus manos inagotables riquezas… busqué por todos los medios la manera de hacerla mía” (Sb 8,17-18).

           Es en este sentido que Jesús, Señor y Maestro de sus discípulos, también pastores, les enseña a pedir humilde y confiadamente a Dios, a quien conocen como Padre, la ración de Palabra viva de cada día para poder mantener vibrante el amor hacia ella y acrecentarlo como corresponde a su propia y natural expansión. Repito, es el Señor y Maestro quien nos enseña a hablar así con nuestro Padre, que es también el suyo: “Padre, danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt 6,11).

Esta andadura relacional, tejida entre búsquedas, hallazgos y asombros, provoca la fe adulta y, con ella, el delirio tierno y amoroso del Padre hacia los discípulos de su Hijo, como Él mismo nos certifica: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27).

Establecida esta relación, tan original por una parte, y tan natural por otra ya que la piden a gritos los anhelos del alma y el corazón, tenemos la confianza de que el Hijo de Dios nos dará la pauta para fortalecerla, pues de ella depende la calidad o, mejor dicho, la autenticidad de nuestro discipulado; no en vano oímos decir a Jesús: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).

Jesús, Señor y Maestro, exhorta a los suyos a mantenerse en su Evangelio, lo que les garantiza la conquista de la verdad y la libertad; a lo que podríamos añadir la fidelidad, la cual no se forja tanto a base de compromisos, reglas o propósitos, sino que es fruto de la sabiduría del corazón. Dicho de otra forma, podemos afirmar que el que se mantiene en la Palabra es mantenido por ella en el amor a Dios.

De esta exhortación se deduce con meridiana claridad que la espiritualidad de la Palabra no es una más en la Iglesia; de hecho, es la única propuesta por el Hijo de Dios para llegar a conocer al Padre. Decimos sin ambages que es la única porque fue la suya, ya que en cuanto hombre también tuvo que crecer en la fe y la fidelidad.


 

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