sábado, 27 de octubre de 2012

FUERTES EN EL SEÑOR

 
Toda belleza que es susceptible de ser descrita lleva implícita en sí su propia limitación. Es por ello que el espíritu del hombre se eleva sediento hacia la belleza indescriptible, la real, la que necesita el espacio infinito para manifestarse. Estamos hablando de la belleza de Dios.
 
 

 
 







                                                                                      FUERTES EN EL SEÑOR

Esta vivencia tan personal de Pablo no es una excepción, sino lo realmente normal en todo discípulo del Señor Jesús; basta con hacer nuestras las exhortaciones que Pablo hace a sus ovejas a fin de que alcancen en su crecimiento la madurez de la plenitud de Jesucristo: “…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).

La relación entre gracia y misión-pastoreo en Pablo no fue, en absoluto, algo teórico. Nunca le dio por explicarnos las cualidades o virtudes que han de adornar la misión de un apóstol y pastor. Lo suyo fue una relación vital, a veces trágicamente existencial, y que llegó a adquirir tintes dramáticos. Algo que, por otra parte, no nos tiene que extrañar en absoluto: la gracia implica al mismo Dios; le implica llevándole a sostener a sus pastores, fortaleciéndoles, consolándoles y amándoles, ya que no hay pastor ni apóstol sin persecución y odio por parte del mundo. Odio y persecución que estuvieron presentes casi ininterrumpidamente en Pablo a lo largo de su vida de seguimiento.

Numerosos son los pasajes en que el apóstol nos hace confidentes de sus sufrimientos a causa del Evangelio que anuncia. Sufrimientos, humillaciones, penalidades de todo tipo, son como barreras que se interponen en su actividad misionera. Sin embargo, nuestro amigo puede con todo, evidentemente, no por sí mismo sino fortalecido por su Señor: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13).

Entre tantos pasajes que Pablo narra sobre las penalidades que acompañan su anuncio evangélico, nos detenemos en uno que creo puede ayudar a todo aquel que, o bien ya es pastor, o bien está discerniendo acerca de su posible llamada. Es un pasaje que creo puede ayudar a unos y a otros. En él nos da la impresión de que el apóstol está al límite de sus fuerzas, de su resistencia. Su clamor, más bien gemidos, al Señor, nos estremecen. El hombre, altivo cuando actuaba como doctor –en realidad esclavo- de la Ley, se nos muestra ahora extremadamente vulnerable, necesitado de fuerza y de cariño; está como hundido, se siente abofeteado por Satanás que es quien mueve a sus perseguidores: “… para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría” (2Co 12,7).

Pablo utiliza el término abofetear con la connotación humillante que tenía, tiene y tendrá siempre. Un hombre abofeteado, sobre todo si es en público, es alguien que queda de por vida estigmatizado ante la sociedad y, sobre todo, ante los más cercanos: familia, hijos, amigos, vecinos, etc. Un hombre así abofeteado ya ni es persona, ha sido despojado de su dignidad; en realidad ha llegado a ser lo que se dice un don nadie. A esto, a un don nadie quedó reducido el Hijo de Dios inmediatamente después de ser condenado a muerte por el Sanedrín; fue objeto de burlas sin cuento y reiteradamente abofeteado: “Entonces se pusieron a escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle, diciendo: Adivina, Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?” (Mt 26,67-68).

Así es como se siente Pablo, así es como le vemos en este su testimonio: abofeteado por unos y por otros, en público y en privado, por gentiles, por los judíos -su propio pueblo con todo lo que esto significa- y hasta, como él mismo señala, por falsos hermanos. Él, que lo ha sido todo en Jerusalén, se ve reducido a la más absoluta indignidad, como si fuera un apestado; muchos son los que quieren apagar su voz. No nos parece que inventemos nada si dijéramos que más de una vez tendría la tentación de abandonar la misión, el discipulado y el pastoreo, de renunciar a ser la voz que hace resonar la Palabra, en definitiva, renunciar a ser pastor según el corazón de su Maestro y Señor. Solo que ¿cómo intentar apagar la Voz? Porque esa es la cuestión: que no era su voz, sino la del Hijo de Dios la que resonaba atravesando fronteras en búsqueda de hombres que quieran volver a la vida: “En verdad, en verdad digo: llega la hora, ya estamos en ella, en que los muertos  oirán la voz de Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Jn 5,25).

Además, en el caso, más que improbable, de que renunciase al anuncio del Evangelio, ¿qué haría con su corazón y su alma, tan irresistiblemente atraídos y enamorados de Jesús, el que le amó hasta el extremo, hasta el punto de entregar su vida por él? “…y no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a así mismo por mí” (Gá 2,20).















martes, 23 de octubre de 2012

TE BASTA MI GRACIA


Cuanto más nos fiamos de Dios, más reales y más profundas son las huellas que Él imprime en nuestras almas; es entonces cuando el hombre aprende a convivir con su debilidad. Por más que ésta quiera reclamar su espacio y atención, nunca logrará sobreponerse a las brasas: las huellas de Dios.









Te basta mi gracia, dijo Jesús a Pablo cuando un sinnúmero de tribulaciones, pruebas y sufrimientos a causa de su misión, se abatían sobre todo su ser dejándole al filo del desmayo anímico, psicológico y físico. No fueron pocas las veces que el apóstol se sintió al límite de sus fuerzas o, como diría el salmista, “a punto de resbalar” (Sl 38,18). Tantas otras veces el Señor le habló, le confortó y, sobre todo, le levantó de sus tristezas y debilidades en los términos a los que ya hemos hecho alusión: “te basta mi gracia”.

Volveremos más adelante sobre esta experiencia de Pablo, de incalculable riqueza para él y también para los que vemos, en su discipulado y ministerio pastoral, un espejo en el que mirarnos. Decimos que es un espejo no tanto para que le imitemos tal y como es, pues el Señor Jesús es totalmente original  y  no forma –como Maestro que es-  ningún discípulo igual a otro, cuanto para tener en cuenta las líneas maestras que diseñó en él en vistas a su seguimiento y pastoreo.

Partimos de la confesión de su llamada, la misión recibida para anunciar el Evangelio a los gentiles y que le llevó a romper todas sus fronteras, no sólo las geográficas sino también las culturales, étnicas e incluso el sustrato más que milenario propio de su pertenencia al pueblo elegido; ninguna frontera fue lo suficientemente inexpugnable como para frenar su impulso misionero. Oigamos su testimonio: “…Cuando Aquel que me separó desde el seno  de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase a los gentiles… me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco…” (Gá 1,15-17).

El apóstol testifica que Dios se fijó en él, le llamó por su gracia. Pablo ha hallado gracia a los ojos de Dios. Ésta no es un don estático: lleva consigo la revelación progresiva del misterio del Hijo de Dios. Analizamos el verbo revelar en su más genuino sentido, que apunta a un manifestar, hacer partícipe a otro, desvelar, un secreto. Este significado, en nuestro ámbito cultural, alcanza una dimensión inimaginable si tenemos en cuenta que es Dios quien se revela, es decir, quien manifiesta, hace partícipe o desvela a alguien su secreto: ¡su Misterio! En realidad estamos hablando de Dios-Palabra que se confidencia con los suyos abriendo sus oídos interiores, sembrando en sus corazones su Sabiduría, a fin de que puedan anunciar, como pastores que son: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Co 2,9).

Ya hemos dicho que la gracia de Dios no es estática, y que, en el mismo sentido, tampoco lo es su revelación, la que nos ofrece por medio de su Palabra. En realidad estamos hablando del mismo hacer, actuar, de Dios en el hombre. Juan, en el Prólogo de su Evangelio, nos dice que el Hijo de Dios es la plenitud de la gracia y la verdad (Jn 1,14b). Plenitud que se vierte en nosotros “gracia tras gracia” (Jn 1,16).

Gracia tras gracia, así es como Pablo fue creciendo como discípulo y como apóstol. Sabe que la experiencia de crecimiento en la fe y en el amor que se está operando en él por medio de la gracia es tan personalizante que es como si fuera una entidad propia que convive con él  haciendo parte de su ser: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí” (1Co 15,10a).




martes, 16 de octubre de 2012

EL SABOR DEL EVANGELIO

Lo más maravilloso de Dios reside en que es Misterio permanentemente abierto. Cuando todo se nos cierra, cuando nos quedamos sin horizontes, Él continúa accesible, no hay hombre que esté fuera del radio de su Amor. Misterio, Solicitud, Presencia… y, sobre todo, cercanía. Repito, Dios se nos está permanentemente abierto




                                                              


                                              
                                                        
                                                        El sabor del Evangelio

Nos acercamos a Pablo quien con su experiencia nos iluminará acerca de la sabiduría y discernimiento que el hombre de Dios necesita para rechazar el mal y escoger el bien. Isaías con su profecía nos dio a conocer las armas con que Dios nos provee ante el poder seductor que tienen el mal y la mentira; poder que llega hasta el punto de considerar el mal como algo bueno y provechoso para el hombre. El relato catequético de la desobediencia de Adán y Eva a Dios da fe de la enorme capacidad de seducción y engaño del mal y su príncipe –satán- sobre el hombre (Gé 3,16).

Pablo conoce en su propia carne esta seducción fuerte y persistente hasta el punto de dar la vuelta a sus principios. Nos cuenta su drama, también su combate que aparentemente lo tiene perdido: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7,15-19).

Nada podríamos hacer si la experiencia del apóstol se redujese a este lamentarse ante su impotencia. Mas no. La descarnada descripción de su debilidad culmina con un canto de victoria y gratitud a Jesucristo, el vencedor de todo mal, de la mentira y su príncipe (Jn 8,44) con todas sus artes seductoras. Oigamos a Pablo: “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24-25).

Gracias a Jesucristo el Señor. El que se alimentó de la Palabra y Sabiduría del Padre (Jn 4,34), alimento por medio del cual pudo rechazar el mal con sus insidias y seducciones, y acoger el bien. Gracias a Jesucristo porque nos hace partícipes de su Sabiduría con la cual discernimos en nuestras decisiones y opciones. Como pueden ver, nos estamos uniendo a la acción de gracias de Pablo.

Cuando Jesús dice a los suyos que es el único Maestro, les y nos está indicando que sólo Él es la Sabiduría del Padre (1Co 1,24). Sabiduría que le da  autoridad para enseñarnos a partir la Palabra como Él la partía. Una enseñanza por la que la Escritura deja de ser un libro de estudio para convertirse en el alimento por excelencia: palabras que son espíritu y vida (Jn 63b). Este es justamente el discernimiento que necesitamos para rechazar el mal y escoger el bien. Cuando falta esta sabiduría y discernimiento, existe la posibilidad real de que, como denuncian los profetas de Israel, los pastores, en el colmo de su insensatez, terminen por llamar mal al bien y bien al mal: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad…!” (Is 5,20).

Los pastores según la rectitud y la verdad son en primer lugar hombres que se han dejado enseñar por su Maestro. Él les ha dado el don de entresacar de la Escritura palabras de vida eterna (Jn 6,68). Con ellas se alimentan a sí mismos y a sus ovejas. Lo que marca la diferencia entre las palabras humanas, las simplemente académicas, y las palabras de vida recogidas como maná escondido (Ap 2,17), es que éstas contienen el sabor de Dios, se saborean, son deliciosas para el paladar del alma.

Cuando un pastor ha llegado a saborear  las palabras de vida que es capaz de recoger en las Escrituras bajo la amorosa tutela de su Maestro, experimenta la atracción natural hacia Dios  que le permite mantenerse en su Evangelio (Jn 8,31-32). Atracción que se convierte en ancla de su permanencia en el amor que Dios le da: “Si guardáis mis mandamientos –Palabras-, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10).

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


        


viernes, 12 de octubre de 2012

JUAN Y ANDRÉS LO ENCUENTRAN, Y LO ANUNCIAN A SUS HERMANOS: "HEMOS ENCONTRADO AL MESIAS"


(Los sencillos presentan a Jesús en el boca a boca.)
 
JUAN 1,35-51 Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: "He ahí el Cordero de Dios." Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?" Ellos le respondieron: "Rabbí - que quiere decir, "Maestro" - ¿dónde vives?" Les respondió: "Venid y ved." Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Este se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías" - que quiere decir, Cristo. Y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas"- que quiere decir, "Piedra". Al día siguiente, Jesús quiso partir para Galilea. Se encuentra con Felipe y le dice: "Sígueme." Felipe era de Betsaida, de la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe se encuentra con Natanael y le dice: "Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret." Le respondió Natanael: "¿De Nazaret puede haber cosa buena?" Le dice Felipe: "Ven y lo verás."Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: "Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño." Le dice Natanael: "¿De qué me conoces?" Le respondió Jesús: "Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi."Le respondió Natanael: "Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel." Jesús le contestó: "¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores." Y le añadió: "En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre."




Juan Bautista fue el final del Antiguo Testamento y la señal del Nuevo, pero aquella mirada tuya, Maestro de toda novedad, a dos jóvenes que te seguían una mañana a la orilla del Jordán, y la pregunta directa e hiriente -“¿Qué buscáis?-, dio comienzo la Iglesia de Apóstoles, de gente que llama a otra gente, de Noticia que va de boca en boca. Antes de ellos, María y José, aunque sabían quien eras, no habían llamado a nadie. Les bastaba con ser para ti, dedicados totalmente a ti, pendientes de tu crecimiento en “sabiduría y en gracia” como hombre de Dios. Y sin llamar a nadie, María y José recibieron a los que fueron a verte. Pero cuando llegó el día para ellos, los jóvenes Juan y Andrés empezaron a llamar a sus hermanos y amigos nada más dejarte. Aquella “hora de tercia” fue la más impresionante que habían vivido hasta entonces los jóvenes pescadores, buscadores de experiencias religiosas. Si releemos el Prólogo, y el Evangelio  entero de S. Juan, en la clave de aquel primer encuentro, todo tiene un sentido nuevo. “Lo que existía desde el Principio” se hizo realidad para Juan y Andrés aquel día. La puerta de la eternidad se abrió ante sus ojos. “¿Qué buscáis?”... “Maestro ¿dónde vives?...”venid y ved”. Y se quedaron con Él “aquel día”. ¿Qué les mostraste Jesús de Nazaret? ¿Fue solamente dónde vivías? ¿No sería también cómo, y con quien vivías? El sentido del encuentro lo da el mismo Evangelio unas líneas antes cuando dice “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. (Jn 1,9) Y es que aquel encuentro se convirtió en la entrada de luz a un mundo nuevo, tu mundo de Palabra, Jesús Verbo de Dios, en el que vivía tu madre desde hacía treinta años. El punto de partida de ese nuevo mundo fue el testimonio de Juan Bautista, no solo a sus propios discípulos, sino a los sacerdotes y levitas enviados por “los judíos”. En una serie de encuentros diarios, el evangelista nos va desmenuzando sus impresiones extraordinarias de conocimiento. “Al día siguiente…” es la fórmula que usa el Evangelio para secuenciar los preparativos de la gran revelación personal. Para Juan, el encuentro personal con Jesús es el último y definitivo día de la creación.

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El testimonio de aquellos dos jóvenes inició la propagación de tu Noticia, Jesús del último día y del primero: “Hemos encontrado al Mesías”, vinieron proclamando a sus hermanos y a compañeros de trabajo. Simón el pescador, hijo de Juan, vendría a ti por aquella primera llamada de su hermano Andrés. Tú lo llamaste "Cefas", que significa Pedro. Después serían Felipe y Natanael los que repetirían la secuencia, y la semilla estaba en marcha para su crecimiento. “Tres días después” tuvo lugar el primer gran signo para ellos, en las humildes  bodas de Caná de Galilea, hoy las más famosas, cuando a petición de tu Madre que hizo de anunciadora y presentadora en ese mundo tuyo de los signos, convertiste el agua en vino, la escasez del hombre en abundancia tuya. Y aún está abierta la puerta para todos los que hemos de entrar al mundo de tu encuentro. No se necesitarán grades proezas, basta en principio escuchar y ver donde vives, Maestro de los hombres que buscan al Dios de la Verdad. Todos tenemos acceso a este misterio de la primera llamada que se hace consciente. Después se descubre, como hizo el Bautista, que desde siempre “venías detrás de mí”, pero empieza el camino contigo cuando te pones “delante de mí, porque existías antes que yo” (Jn 1,15), y porque me amabas antes que yo te conociera o hubiese oído hablar de ti. Descubrirte y anunciarte a los hermanos es la “gracia sobre gracia” que asombró a Juan y Andrés aquél día sobre la hora décima. Jóvenes, ardientes, religiosos, buscadores de Dios y comprometidos ya con el Bautista y su rito purificador de agua, lo oyeron testimoniar sobre ti, que pasabas. “Ese es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. No hubo pensamiento previo, sino solo acción. Su juventud de búsquedas frustradas en noches de silencios, se vio de pronto ante la luz del día de tu encuentro. Una palabra simple prendió la mecha de su explosivo corazón, y sin decir palabra, se fueron detrás de aquel hombre raro, silencioso, que caminaba solo, que no se había comprometido antes con nadie, que no había estado gritando con Juan, ni con los sacerdotes, ni con los escribas, sino que solo “pasaba por allí”. Y al pasar fue visto por los “ojos de ver” que tenía el Bautista. Su testimonio fue escuchado por los “oídos de oír” de dos predestinados. Y sin decir nada, simplemente te siguieron. ¿Habían hablado antes contigo alguna vez? ¿Sabían al menos que eras Jesús, el hijo del carpintero de Nazaret? Felipe, que llegó después, sí lo sabía, porque así te anunció a Natanael. “Felipe se encuentra con Natanael y le dice: "Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret." Le respondió Natanael: "¿De Nazaret puede haber cosa buena?" Le dice Felipe: "Ven y lo verás." (Jn 1,45-46). Y también fueron, y de forma especial Natanael o Bartolomé, sintió que de Nazaret salía un conocimiento profundo del hombre. Bastó una palabra para que te descubriera personalmente como el Mesías prometido: “Cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi”. Antes que te viera él a ti, Jesús escondido, tú ya lo habías visto a él, y lo habías elegido para que se acercara. La conexión de gracia de todas las células personales de tu cuerpo de gloria, que es tu Iglesia, estaba comenzando a establecerse. Idas y venidas, ojos abiertos, oídos atentos, corazones prestos, llenos de esperanza que buscaban desde siempre encontrar el amor... y Tú, Principio de todo, comenzaste a recrear ante tus ojos de hombre la criatura primera que soñaste con tu Padre cuando creasteis a Adán ante vuestra presencia de Dios. El nuevo período de la evolución del hombre, estaba surgiendo de la nada. De su nada y de tu omnipotencia. Y  esta vez fue distinto. Antes fue el hombre de la carne, y ahora el hombre de la luz. Adán no tuvo Maestro, por eso se perdió. Juan y Andrés, Santiago y Pedro, Felipe y Natanael, te encontraron a ti y la vieja serpiente no los pudo engañar. Su primera palabra tras tu mirada y tu pregunta fue “Rabbí, Maestro”…”Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. La primera pregunta de los maestros de la ley y los fariseos en el mismo ambiente de Juan Bautista había sido bien distinta. “Quien eres tú” “¿Por qué bautizas?”. Eran preguntas para el ataque, para la condena de todo lo ajeno a ellos. Juan y Andrés en cambio no dijeron nada ante el testimonio de tu primo el Bautista, Jesús del silencio activo. Simplemente comenzaron a andar detrás de ti, y ante tu pregunta provocante, -”¿Qué buscáis?”- proclamaron la primera verdad del Evangelio, “Maestro, ¿dónde vives?”. Todo lo demás es una consecuencia de ese primer impulso de conocimiento tras la experiencia de tu mirada y de tu voz. La sencilla oración es así. Apenas una mirada, un impulso, una seguridad, una experiencia en el camino de la vida... y quedarse contigo. Después vendrá llamar a los hermanos, contar, cantar, comer y ayunar contigo, asombrarse, dejarlo todo, encontrarlo todo en tu mirada, en tu palabra, incluso escandalizarse de tu cruz, y alucinar por fin con tu resurrección. Pero el principio fue tan simple como tu propia respuesta, Cristo amigo, “Venid y ved”. La obra había comenzado con la primera piedra, y sus cimientos los habías puesto en el Espíritu Santo. Ellos vinieron y vieron. Y aún hoy, todo el que viene a ti, ve.
 
                                                                                                    Manuel Requena



 

martes, 9 de octubre de 2012

LECHE Y MIEL


Precioso el testimonio de Paul Jeremie: “Te amo, Dios mío, todo lo que hay en mí es alma apasionada, hambrienta de un amor siempre nuevo y exclusivo: el tuyo; por eso voy detrás de él, porque pertenece a otra dimensión afectiva”.







LECHE Y MIEL


Es un crecimiento del que se hace eco el Evangelio (Lc 2,52), y que explicita fuertemente Isaías en su profecía sobre el Emmanuel: “He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. Cuajada y miel comerá hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno” (Is 7,14b-15). Entendemos mejor esta profecía mesiánica si tenemos en cuenta que la leche y la miel simbolizan en la espiritualidad bíblica, el alimento que la Palabra supone para el creyente. La leche aporta el crecimiento de la fe (1P 2,2), y la miel sería como el gran manjar que colma de delicias el –como dicen los santos Padres de la Iglesia- paladar del alma: “¡Qué dulce al paladar me es tu Palabra, más que miel a mi boca!” (Sl 119,103).

Analicemos ahora con detenimiento el texto profético. Isaías nos ha dado a conocer que el Emmanuel se alimentará de cuajada de leche y de miel hasta que sepa rechazar el mal y escoger el bien. Siguiendo de la mano de las Escrituras nos dejamos asombrar por la puntualización que nos hace el autor del Cantar de los Cantares acerca de la esposa, que representa a toda alma enamorada de Dios: “Miel virgen destilan tus labios, esposa mía. Hay miel y leche debajo de tu lengua…” (Ct 4,11).

Los exegetas que, con la indispensable iluminación del Espíritu Santo, han sondeado el Cantar de los Cantares, nos comentan que la lengua de la esposa rebosante de leche y miel, simboliza la imagen de un perenne manantial de las aguas vivas de Dios: su Palabra y su Sabiduría. Imagen bellísima que nos traslada a Jesucristo cuya boca es un manantial perenne de la gracia, y que fue profetizado por el salmista: “En tus labios se derrama la gracia” (Sl 45,3b). Profecía que vemos cumplida a lo largo de su ministerio, como atestiguan los primeros judíos que le oyeron predicar en la sinagoga de Nazaret: “… Y todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22).

Las palabras de gracia que fluyen de la boca del Señor Jesús fluyen también de las de sus pastores; más aún, es lo que les identifica a los ojos tanto de Dios como de los hombres que le buscan. Bien cierto es, y bien lo sabemos, que los verdaderos buscadores de Dios van al encuentro de los pastores que les hablan desde la Sabiduría. Estamos hablando de hombres y mujeres que tienen demasiados problemas, interrogantes y anhelos como para conformarse o perder el tiempo con sabidurías humanas. De hecho cuando han tenido la posibilidad de degustar la leche y la miel de la Palabra se han sentido saciados.

El manantial de gracia que sobreabunda en los pastores según el corazón de su Maestro y Señor se eleva hacia sus labios desde la abundancia del corazón, lo dijo el mismo Jesús: “De lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mt 12,34b). Ya anteriormente el Espíritu Santo se lo había inspirado al salmista: “La boca del justo susurra sabiduría, su lengua habla rectitud; la ley –Palabra- de su Dios está en su corazón, sus pasos no vacilan” (Sl 37,30-31) Inspiración y profecía cumplida en plenitud en Jesucristo y, por don suyo, en sus pastores, aquellos que Él llama y que, por supuesto, acogen su llamada.