jueves, 31 de enero de 2013

A LOS SEMINARISTAS





    " He dicho que podríamos ser santos. Ahora añado; que debemos serlo. Sois llamados al sacerdocio.... Solo por esta elección debéis ser santos... pues el sacerdote, solo siendo santo podrá salvarse.
    España era un pueblo de fe, habia mucho clero.... pero hoy que hay tantas almas disipadas , tantos vicios, tanta ignorancia, tanta separación de Dios y de la Iglesia, el sacerdote no puede cumplir sin ser un apóstol y para serlo, necesita ser santo.
    Sacerdote, sal de la tierra, luz del mundo, director de  las almas redimidas  con la sangre de Cristo y esposas suyas, conductos de la gracia de Dios, sagrarios continuos de Jesús Sacramentado, medianeros entre Dios y los hombres, aplicadores de su justicia, ¿ como no ser santos?.
   De todas las condiciones una, indispensable, es el deseo de obtenerla. Esto supuesto, para ayudar  a vuestros propósitos, siento como principio que debeis desear la perfección, desear ser santos. Si lográis grabar este propósito  y es consistente, cumpliréis con la perfección que se necesita  para el estado al que aspiráis. Es casi seguro que solo proponiéndonos ser santos, llegaremos a esta bondad sacerdotal"
                                                        (Beato Manuel Domingo y Sol)



viernes, 25 de enero de 2013

BEATO MANUEL DOMINGO Y SOL, APOSTOL DE LAS VOCACIONES



“Mucho clero y bueno” era una de sus frases favoritas y más repetidas. Los principios de su pedagogía vocacional eran cuatro: la selección, el clima formativo familiar, la fraternidad universal y la vida espiritual".





Festividad, 29 Enero


 

miércoles, 23 de enero de 2013

ENTRAÑAS MATERNAS


Dicen los santos Padres de la Iglesia que los hombres hemos sido creados para amar y para ser amados, y que esta experiencia alcanza su plenitud en nuestro encuentro con Dios. A este respecto, Paul Jeremie dice lo siguiente: “Amar y ser amado con tal fuerza que la ternura rompa en temblores”.

 
 

 




Cuando los exegetas bíblicos intentan darnos a conocer en términos humanos la dimensión de la misericordia de Dios -tarea que parece inabordable dado que cualquier explicación sobrepasa ampliamente la realidad- no encuentran mayor aproximación que la de definirla como la riqueza que encierran las entrañas de una madre. Digo aproximación porque la Escritura puntualiza que incluso en el caso de que una madre se desnaturalizara tanto hasta el punto de abandonar al hijo de sus entrañas,  este caso  nunca se daría en Dios. Él es “incapaz” de olvidarse de los suyos. “…dice Jerusalén: Yahvé me ha abandonado, el Señor me ha olvidado. -¿Acaso olvida una mujer a su hijo de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49,14-15).

Entrañas de madre las de Dios, quien hace partícipes de su amor maternal a aquellos que llama a cuidar, proteger y apacentar  sus ovejas que, de hecho, son más suyas que de sus pastores, como vemos en tantos textos de la Escritura como por ejemplo: “…así dice el Señor Yahvé: Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas” (Ez 34,11-12a).

En este sentido, nos causa sorpresa sumamente agradable ver a un hombre-pastor, aparentemente rudo e incluso tosco por su impulsividad como el apóstol Pablo, hablar de su dedicación al ministerio que Jesús le ha confiado en términos que nos recuerdan la abnegación de las madres quienes, desafiando incluso la propia salud, se entregan a toda clase de sacrificios y privaciones por sus hijos; son capaces de pasar noches enteras en vela si alguno de ellos necesita su cuidado. Esta disposición, entrega y desgaste físico la reconocemos también en Pablo con respecto a sus ovejas en no pocos de sus escritos: “Por mi parte, muy gustosamente me gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas” (2Co 12,15).

Muy gustosamente, especifica el apóstol. No le mueve ninguna obligación ni compromiso. Si fuera solamente por ello podría decirse a sí mismo que ya ha hecho bastante, de forma que a nivel de conciencia no tendría nada que reprocharse. Pero la cuestión es que le mueve el amor. Las entrañas maternales de las que Dios le revistió -prolongación  de las suyas- le elevan por encima de todo desgaste físico que supone el pastoreo, la dedicación y la preocupación por las iglesias-comunidades (2Co 11,28). En definitiva, todo su ministerio apostólico le nace de dentro; Dios ha infundido en él la riqueza del amor que construye al otro, este amor que no se fabrica y que tampoco es resultado de la aplicación de una serie de principios éticos o píos.

Cuando Pablo dice que se desgastará muy gustosamente por el -o más bien- los rebaños que su Maestro y Pastor le ha confiado, en realidad más que ponerse una medalla, se sobrecoge ante el don que ha recibido. Gasta su vida por el anuncio del Evangelio porque Alguien ha creado algo nuevo en sus entrañas. Si anteriormente éstas estaban replegadas sobre sí mismas en un vano intento de retener y conservar haberes y haceres posesivos, ese Alguien, el que le llamó para el Evangelio de Dios (Rm 1,1), puso en ellas su sello maternal abriéndolas así al mundo entero. Del seno de sus entrañas fluía impetuoso el Evangelio de su Señor para cuyo anuncio fue llamado. No hay duda que cuando Jesucristo llama a alguien se salta todas las normas de prudencia y eficacia; ésta es una constante a lo largo de la historia de Dios con los hombres.

 

viernes, 18 de enero de 2013

UNA BUENA APUESTA

Lo realmente asombroso de la experiencia que el hombre hace con Dios es que Él le lleva por su camino personal, el solamente suyo. Es suyo porque es total y absolutamente  original,  nadie lo ha transitado; está trazado a la medida de sus pasos. Es su camino, el suyo; es su experiencia, su existencia.




 


Jesús obedece al Padre no como puede obedecer ciegamente un miembro de un club o secta, unas normas o reglas a fin de ser admitido. Jesús obedece a su Padre por el hecho de que “el mandamiento que ha recibido de él” es Palabra de vida, según la acepción que el término mandamiento tiene en la Escritura (Hch 7,38 – Si 45,5, etc).
He ahí la carta ganadora de Jesús: que el mandamiento de su Padre es Palabra de vida que se enseñorea sobre la muerte; es carta ganadora porque sus mandamientos le mantienen junto a Él en el Amor. “He guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15,10). Los he guardado, los he hecho míos, carne de mi carne y espíritu de mi espíritu, porque en ellos, “en su Palabra está la vida” (Jn 1,4).
Jesús es el Buen Pastor y Maestro de pastores. Les enseña –como diría san Francisco- con una paciencia infinita a confiar en Él al igual que un hijo confía en su padre. Sólo en la escuela de la confianza que es el Evangelio, puede el hombre llegar a saber que Dios es fiable en todas sus propuestas, las que hace llegar al corazón mediante la escucha de su Palabra. Sólo llegando a esta madurez de confianza, que no es otra cosa que cercanía a Dios, puede un hombre “jugarse la vida por Él,” como profetizó en Jeremías.
Jesús, Pastor y Maestro de pastores, enseña a los suyos, a aquellos a quienes confía su Evangelio, como confiesa con estupor Pablo (1Tm 1,12), a perder la vida, con la certeza –he ahí la apuesta ganadora- de recuperarla. Lo prometió a todos aquellos que la pusieran en sus manos: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35).
Los pastores según el corazón de Dios “pierden su vida por su Señor y su Evangelio”. Fijémonos en que el mismo Jesús nos hace ver que su Evangelio es indisoluble con Él. Estos pastores “pierden” su vida en la misma línea que su Maestro: no por heroísmo ni por arrojo o valentía, sino porque saben que la recuperan, la ganan. En realidad siguen los mismos pasos o huellas que Él en su camino de fidelidad al Padre. Lo siguen con la misma garantía de que en su Evangelio-mandamientos  está encerrada la Vida. En su experiencia de Dios han venido a saber que el Evangelio está a la altura de su alma: la infinitud; y esto es lo que todo hombre busca consciente o inconscientemente, por caminos rectos o torcidos. Esto es lo que buscamos todos porque hace parte de nuestro ser.
Pastores, pues, sabios como lo es su Señor y Maestro. Pastores que, como un buscador de perlas preciosas (Mt 13,45), buscan hasta encontrar la vida e inmortalidad que irradia el Evangelio, como atestigua Pablo: “… la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio para cuyo servicio he sido yo constituido heraldo, apóstol y maestro” (2Tm 1,10-11).
Los discípulos que Jesús llama a ser pastores encuentran la vida e inmortalidad en sus palabras y, por la alegría que les da, –no por heroísmos ni ascesis- van al encuentro de sus hermanos desafiando fronteras, razas y culturas con una sola intención: hacerlos eternos en Dios.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

sábado, 12 de enero de 2013

ME APRIETO CONTRA TI

Acercarse a Dios, hacer del Evangelio alma de su alma, supone un salto cualitativo en la existencia; supone vivir en el mundo, estar en el mundo, sin dejarse atar por nada ni nadie. Así es como el hombre descubre a su Señor y lo  reconoce como  autor y dador de Vida. Posiblemente antes había conocido a ese que Jesús llama el Señor-Dinero. Todo aquel que ama la Vida sabe escoger a su Señor.






 

 

Bajo este prisma mesiánico, partimos con santo asombro, con adoración, la profecía que Dios puso en boca de Jeremías: “Le haré acercarse –referencia inequívoca al Mesías- y él se llegará hasta mí, pues ¿quién se jugaría la vida por llegarse hasta mí?...” ¡Sólo mi propio Hijo!, podría añadir Dios. Él es el único que confiará en mí hasta el punto-límite de depositar su vida en mis manos.

Jesús es el Buen Pastor por antonomasia; lo es porque cuando pone su vida en manos de su Padre, sus ojos y su corazón están pendientes de sus ovejas. Su fiarse de Dios crea el amor desconocido hasta entonces. Es Buen Pastor en orden al hombre. No es, pues, un título honorífico, sino una forma de pastorear por la cual las ovejas están por delante de su vida en lo que a prioridades se refiere  (Jn 10,11). Es Buen Pastor  también porque nos enseña a fiarnos de Dios, a crear entre el hombre y Él una relación totalmente nueva. Relación a la que Dios mismo se refiere en los siguientes términos: “Esta será la herencia del vencedor: Yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap 21,7).

Dicho esto, continuamos con el texto mesiánico de Jeremías y vemos que Dios presenta a su propio Hijo, de quien dice –está profetizando la Encarnación- que lo acercará hacia sí. Esta puntualización va mucho más allá de una intimidad sentimental. El Hijo se aprieta contra el Padre  tal y como proclamaba confiadamente el salmista al ver su vida en peligro: “Mi alma se aprieta contra ti, su diestra me sostiene” (Sl 63,9).

Sólo así, a la luz de esta cercanía, tiene el hombre la garantía de que puede jugarse la vida por Dios. Si Él mismo no le acercase hasta su rostro, ¿quién sería capaz de poner en juego su vida? Un hombre sensato se juega la vida a una sola carta, sólo, y ahí está su sabiduría, si  tiene la certeza de que ésa es la carta ganadora. De no ser así, dejaría su existencia en manos del azar, en un acto de irresponsabilidad manifiesta.

La única razón por la que un hombre es capaz de jugárselo todo por una palabra recibida de Dios  es que en su camino de fe ha llegado al convencimiento de que  “su Palabra es verdad” (Jn 17,17): que no hay en ella mentira ni fraude; Dios la cumple dado que está en juego su honor, el honor de su Nombre (Jr 14,7).

Bajo este prisma sondeamos al Hijo de Dios, el Buen Pastor. Da la vida por sus ovejas no en un acto de heroísmo simplemente; su entrega está llena de sentido común, de sensatez y sabiduría. Se juega la vida sabiendo que no la pierde, sino que la recupera como Señor, como nos dice Pablo: “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre sobre todo nombre… y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR…” (Flp 2,8-11).

El apóstol hace esta impresionante confesión de fe, el triunfo de Jesús sobre la muerte, sin duda por lo que ha visto y oído; mas no sólo por ello. Pablo tiene conciencia de que su Pastor fue hacia la muerte sabiendo que nadie le podía arrebatar la vida que se había jugado a la carta de la obediencia-confianza a su Padre. “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; este es el mandamiento que he recibido de mi Padre” (Jn 10,17-18).

“Por eso me ama el Padre” -empieza diciendo Jesús- ¡porque creo realmente en Él! Sé que no me va a dejar a merced de la muerte, por eso me la juego; doy mi vida para recobrarla de nuevo y la doy voluntariamente; por amor a Él y a mis ovejas. Al final y como broche de oro nos dice: Éste es el mandamiento que he recibido de mi Padre.

 

sábado, 5 de enero de 2013

E P I F A N Í A.







      La salvación es para todos

         Una lectura tergiversada del episodio de los magos en el reciente libro de Ratzinger sobre la Infancia de Jesús, ha puesto de moda este tema. Realmente, si hubo o no magos, no se trata de un tema central ni siquiera importante de la fe cristiana. Muchísimos de los primeros cristianos desconocieron este relato, que se puso por escrito allá por los años 80. La ciencia histórica moderna, a la luz de los datos existentes, no lo puede afirmar ni negar, lo más que puede decir es que se trata de un hecho que pudo haber existido en su sustancia, aunque despojado de rasgos legendarios. Mateo ha recogido esta tradición y la ha reinterpretado, viendo en ella un anuncio de lo que sucedía en su tiempo, en que los gentiles aceptaban a Jesús, mientras que sus paisanos lo rechazaban y perseguían. Para ello echa mano de profecías del Antiguo Testamento que anuncian la venida de extranjeros, con sus reyes a la cabeza, a ofrecer sus dones y acatamiento al rey Mesías. Son los mismos textos que emplea la liturgia de hoy, que por eso está muy bien construida.

La primera lectura anuncia que la salvación aparecerá en Jerusalén como una luz creciente que poco a poco iluminará al mundo y que atraerá hacia ella todos los hombres, incluso los más lejanos, para rendir homenaje al Salvador y recibir sus beneficios. El salmo responsorial abunda en la misma idea. Ambos textos aluden a países lejanos de Oriente (Madián, Efá, Sabá, Arabia) y Occidente (Tarsis). La segunda afirma que esta promesa ya se ha cumplido en Cristo y por ello la salvación, primero reservada al pueblo judío, ya se ofrece también con los mismos derechos a los gentiles.

Este es el gran mensaje que se proclama hoy. Que nosotros, pertenecientes al mundo gentil, no judío, también hemos recibido el don de la fe. La salvación se recibe mediante la fe y ésta es para todos. En esta fiesta, en que tradicionalmente se intercambian regalos, se nos invita a valorar el mayor regalo recibido, junto con la vida, el don de la fe. Es un don de Dios, que se ha servido de la Iglesia normalmente por medio de nuestros padres, catequistas y educadores.

Es importante valorar la fe, especialmente este Año de la Fe: agradecerla, conocerla, vivirla, transmitirla a los demás. Esta obligación de transmitirla a los demás explica el que hoy sea también una fiesta misionera. La Iglesia desea que cada uno de los creyentes cristianos sea un atrio de los gentiles donde los no creyentes puedan acercarse con gusto a la fe cristiana.

En la celebración de la Eucaristía debemos agradecer el don de la fe, pedir la gracia de conocerla y valorarla cada vez más para mejor vivirla y darla a conocer.

Primera lectura: Lectura del libro del profeta Isaías 60,1-6: La gloria del Señor amanece sobre ti.

Salmo responsorial: Salmo 71,2. 7-8. 10-11. 12-13: Se postrarán ante ti todos los reyes de la tierra.

Segunda lectura: Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 3,2-3a. 5-6: Ahora ha sido revelado que también los gentiles son coherederos.

Evangelio: Lectura del santo Evangelio según san Mateo 2,1-12: Venimos de Oriente para adorar al Rey.

Antonio Rodríguez Carmona
   Profesor de Sagrada Escritura

 
 
 

CON ESPÍRITU DE SABIDURÍA







 
“Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá, y le haré acercarse y él llegará hasta mí, porque  ¿quién es el que se jugaría la vida por llegarse hasta mí?, dice Yahvé” (Jr 30 21). Encuadramos este texto de Jeremías en el marco histórico que está viviendo el pueblo de Israel, que se encuentra en el destierro con las pruebas y penalidades que ello conlleva. Es tal su postración y abandono que la mayoría de los desterrados duda enormemente que sea el pueblo elegido de Dios, tal y como proclaman sus ancianos, transmisores de la fe; es como si hubiesen perdido su identidad.

Ateniéndonos a la realidad en la que los israelitas  se ven inmersos, vemos que no les faltan razones para dudar de todo. La ciudad santa y su Templo de la gloria de Dios que proclamaban y aseguraban su presencia en medio de ellos, no son ya más que un vago recuerdo que solamente les produce dolor. Todo ha sido destruido; el orgullo santo de Israel ha quedado reducido a ruinas. Jeremías, cuya alma fue traspasada por la espada de la desolación que se abatió sobre Jerusalén, refleja en sus escritos mejor que nadie la angustia y la aflicción del pueblo: “¡Cómo, ay, yace solitaria la Ciudad populosa! Como una viuda se ha quedado la grande entre las naciones. La Princesa entre las provincias sujeta está a tributo…” (Lm 1,1…).

Sin embargo, y bien lo sabe el profeta, Dios no ha rechazado por siempre a su pueblo. Sería como arrepentirse de crear al hombre, obra de sus manos, dado que Israel es el punto de partida de la plenitud de la creación del hombre nuevo, tantas veces anunciada en las Escrituras -veladamente en el Antiguo Testamento y de forma diáfana en el Nuevo- (2Co 5,17).

Jeremías llora por su pueblo, su dolor es semejante al de Raquel que pierde a sus hijos; mas aun así no desespera, su corazón se sobrepone al dolor y vuelve a apoyarse en Dios. Cierto es que en el cuadro escénico del destierro es necesario tener profundamente limpios e iluminados los ojos del corazón para atisbar un hálito de esperanza a través del cual se pueda entrever a Dios, su bondad y lealtad sobre Israel, su pueblo escogido. Pues bien, Jeremías, hombre de fe donde los haya, es capaz de ver con los ojos del alma a este Dios fiel. Éste habla a su profeta, su íntimo, con el fin de que haga llegar a los desterrados, aquellos que ya no esperan en nada ni en nadie, la buena noticia de que el destierro llega a su fin. Dios ha decidido en su corazón la vuelta  a su tierra.

¡Se acerca el fin del destierro, de nuestras humillaciones!, proclama de mil  formas Jeremías a los exiliados. La buena noticia corre veloz por los grupos dispersos de la gran ciudad de Babilonia. Israel empieza a levantarse. Dios, el libertador de sus padres, el adalid de tantas hazañas increíbles, no es algo legendario de nuestros mayores.

 ¡Está con nosotros!,  gritan alborozados estos hombres a quienes la incredulidad, nacida de tantos desprecios sobrevenidos, había arrebatado toda esperanza. Efectivamente, Dios, fiel a su palabra, les hizo volver. “Al ir, iban llorando, llevando la semilla;  al volver, vuelven cantado trayendo sus gavillas” (Sl 126,6), proclamarán una y otra vez, gozosos, en sus festividades litúrgicas.

Sabemos que los acontecimientos de Israel, las prodigiosas historias de salvación que Dios teje en su carne, son figura de una plenitud que se consuma en Jesucristo, como nos dicen los santos Padres de la Iglesia. Teniendo esto en cuenta, veremos detrás del velo de la inmediatez de la profecía de Jeremías al libertador por excelencia, al Buen Pastor, bajo cuyo cayado todo hombre se encuentra con su Padre, con Dios.