jueves, 13 de junio de 2013

LA VERDADERA AUTOESTIMA




Vamos a jugar un poco con la imaginación e intentaremos adivinar los pensamientos que, más de una vez, navegaron por el corazón y la mente de Pablo al recordar su antes y después de su encuentro con Jesucristo. Se acordaría de su vida, la que tenía tan sistemáticamente estructurada, asentada sobre la arena, antes de conocer la Roca (Mt 7,24…) Algo de esto nos dio a conocer en su confesión a los filipenses (Flp 3,4…). Mirándola de lejos, es decir, desde el Señor Jesús que es ahora su vida (Flp 1,20), le parece insultantemente ridícula.

 Ha recibido de Jesucristo un tesoro de incalculable valor, un corazón de pastor semejante al suyo que le impele a cargar sobre sus espaldas las vejaciones, debilidades y abatimientos de sus rebaños, el de Éfeso y el de tantos otros pastoreados por él. Sus ojos de pastor ven a multitud de hombres dispersos saltando intermitentemente de sus pequeñas vidas a otras, por falta de pastores que les anuncien  y ofrezcan la Vida. Su mirada se posa sobre estas ingentes muchedumbres sin ninguna censura condenatoria; por el contrario, desborda compasión entrañable, como la de su Pastor: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas… Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,35-36).

El amor misericordioso que fluye del corazón del Hijo de Dios, se ha hecho manantial en el suyo, lo que le lleva a proclamar ante el rebaño de Éfeso que no se arredra ante las prisiones y persecuciones que el Espíritu Santo le ha testificado que le esperan. No hay duda de que en su balanza de valores y prioridades pesa mucho más la realización del ministerio recibido que su propia vida. De ahí que diga de ella que “no es digna de estima”.

Quizá hoy día esto suene un poco raro dada la cantidad de cursos, libros, terapias, que potencian la autoestima. Nada que decir acerca de todas estas iniciativas. Pero en el caso de Pablo entendemos que está proyectando su autoestima hacia el infinito al catapultar su vida hacia la órbita de la causa del Hijo de Dios, como leemos en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15,26). Nuestro querido amigo y padre en la fe, como tantos otros pastores, ha desestimado su vida a causa del Evangelio en el que cree. En su confesión de fe, en realidad se desnuda de todo ropaje de esplendor, honor y gloria, con el que todos pretendemos impresionar a todos. Al despojarse de estas vestimentas -hábitat privilegiado de todo tipo de polillas y roedores- comprueba, entrañablemente agradecido, que el Evangelio por el que ha desestimado su vida, se convierte en su vestido radiante, anticipo de su transfiguración gloriosa, herencia que le da su Señor (Flp 3,21).

Arropado por el Evangelio de Jesús, se enfrenta con toda vehemencia a todo aquello que no es Dios ni su gloria en el seno de las comunidades. En sus desencuentros y enfrentamientos, -que no fueron pocos- al igual que David en su combate con Goliat, prescinde de toda arma comúnmente usada en combate (1S 17,38-39). Siguiendo el paralelismo con David, las armas que podría usar Pablo serían la mentira, servirse de influencias, apoyarse en grupos de presión, manipulaciones…, nada de eso le sirve; tiene suficiente, y volvemos a remitirnos a David, con su Piedra angular –Jesucristo- a quien lleva envuelto en la honda del Evangelio.

Así, abrazado al Evangelio, al que amó con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, se lanzó al mundo sabiendo que podía ofrecerle el don inherente a su misión: la Palabra de la Vida (Flp 2,16). Lo hace sin pretensiones, sin prepotencia; sabe, tiene asumido -no desde la ascesis sino desde la Sabiduría del Evangelio que anuncia- que Dios ha asignado a los apóstoles el último lugar: “Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar…” (1Co 4,9).

No se avergüenza de este puesto ínfimo al que ha sido confinado por su condición de apóstol; está incluso contento ya que es el que ocupó su Señor. Sabe que la gloria de Dios que reposaba en el Lugar Santo –Templo de Jerusalén- se trasladó hacia el Calvario donde yacía el Crucificado, quien se llenó de la gloria de la resurrección. Es su lugar, no espera su glorificación ni su resurrección como algo del futuro. Ya lo está viviendo. Así lo testifica, como podemos comprobar, en su exhortación a los cristianos de Colosas: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba…” (Col 3,1). Por su comunión con Jesucristo se sabe ya crucificado por Él y en Él. En definitiva, se reconoce portador de la gloria de Dios aunque sea en primicias (2Co 3,18).

No, no está atentando Pablo contra su vida cuando proclama solemnemente a su rebaño de Éfeso que la desestima a causa de la misión recibida. Simplemente está confesando que tiene sus ojos puestos en “el Evangelio de la gloria de Dios que se le ha confiado” (1Tm 1,11). No, no está desestimando su vida…, todo lo contrario… ¡Nunca jamás un hombre se amó tanto a sí mismo!   

 

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