viernes, 25 de octubre de 2013

Las cadenas no los sometieron


Cuando una sociedad dedica una buena parte de sus recursos, tanto económicos como humanos, en abrir salidas ficticias a las insaciables aspiraciones del hombre, algo muy caro se acaba pagando. Todo lo que, aun inconscientemente, no tiene otro fin  que el de anestesiar el aburrimiento se acaba pagando.
 
 


 
Jeremías es prisionero, cautivo, del Fuego que había prendido en sus entrañas a causa de la Palabra. Por supuesto que, si se empeñase en ello, podría volver a vivir su vida como se le antojara, ajeno a la misión recibida. Podría, pero dejaría de ser ese “algo de Dios” que todo hombre que acoge la Palabra alberga en su alma. Puede, pues, pero no quiere. Tiene la sabiduría suficiente para abrazarse, con toda la pasión que le impulsa, al fuego que, como dirá siglos más tarde san Juan, “le hace semejante a Dios” (1Jn 3,2b). Además, si se arranca el Fuego de Dios que hace ya parte de su alma, ¿adónde iría con su vida? También aquí se adelantó a los apóstoles, en este caso a Pedro cuando, presentada la ocasión de volverse atrás en el seguimiento de Jesús como acababan de hacer muchos de sus discípulos (Jn 6,66), “no le quedó” más remedio que confesar: “Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna…” (Jn 6,68).

 Prisionero Jeremías, prisioneros Pedro y los apóstoles. Prisioneros también todos aquellos que dejan que en sus entrañas habite el Fuego de Dios. Prisioneros del Fuego, de Dios, y sorprendentemente… libres; sí, grandiosamente libres para amar hasta la muerte a sus ovejas, aquellas a las que, por obra y gracia de Dios, hacen partícipes de la Vida que Él les ha concedido gratuitamente. Son discípulos y son pastores, no tienen vuelta atrás. Es como si hubiesen dejado a sus espaldas las limitaciones de la muerte e introducidos en el Sabor de la Vida. En este caso, extinguir el Fuego supondría deshacer el ser, la razón de su vivir, y nadie en su sano juicio atenta contra sí mismo. Son prisioneros, son amantes, son pastores, son libres para ir a cualquier parte del mundo en busca de las ovejas que Dios les ha confiado. Son pastores según el corazón de Dios, los pastores que necesitan los hombres de todos los tiempos, nada les paraliza.

En la misma línea de Jeremías, quien no podía extinguir el Fuego que se había hecho alma de su alma, situamos la respuesta que Pedro y Juan dieron al Sanedrín que pretendía impedirles predicar el Evangelio de Jesús: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20).

No se trata de cabezonerías y menos aún de fanatismos. Es un “no podemos” que nos recuerda a Jeremías. De hecho proclaman a los ancianos del Sanedrín que no están dispuestos a renunciar a ser lo que son: hombres nuevos a causa de Jesucristo. Han visto, han oído y… son. Pretender que dejen de lado lo que han visto y oído, pretender que sus labios sean sellados, es pretender que se desentiendan del nuevo ser que han recibido del Resucitado (1P 1,3-4).  

No es, pues, cabezonería ni fanatismo, sino instinto de supervivencia; así entienden su ser pastores. No hay duda que el Fuego de Dios que habían recibido en Pentecostés (Hch 2,3) les hizo cautivos del Evangelio de la gracia con el que rompían las cadenas de los hombres, de todos los hombres; a todos los reconocían como hermanos suyos.

No podemos concluir este capítulo sin mencionar a Pablo, quien, liberado por Jesucristo de la ley del pecado y de la muerte (Rm 8,2), se enorgullece de reconocerse prisionero del Espíritu Santo (Hch 20,22). Él le conducirá allí donde el Señor Jesús desea que predique su Evangelio, “el que irradia vida e inmortalidad” (2Tm 2,10).

 

 

 

 

jueves, 17 de octubre de 2013

Seducidos por el Fuego


Es tan suave e intenso a la vez el querer que anida en mi alma que cuando, desde tu Palabra, te abres a mí, Dios mío, conviertes el instante en eternidad. Sí, un sereno instante tuyo es suficiente para contemplar sin velos la eternidad de tu amor. Sólo ese sereno instante de esos que tú sabes me eleva hacia ti, Dios mío (Paul Jeremie).

 

 
Heme aquí, aquí estoy, envíame, dice Isaías al oír la voz de Yahvé que clamaba: “¿A quién enviaré?” (Is 6,8).  El heme aquí del profeta está recogido en un marco parecido al de Moisés. Si éste contempló la zarza ardiente sin consumirse, Isaías es testigo con sus propios ojos de la Gloria de Dios, que en la espiritualidad bíblica se identifica con su Fuego. Isaías queda paralizado por el miedo: entonces  el Fuego se llega hasta él, hasta su boca (Is 6,7). Acto seguido recibe la misión profética, a la que responde ¡heme aquí!, como ya hemos visto. El paralelismo de la llamada de Isaías con la de Moisés no hay que rebuscarlo. El Espíritu Santo, que movió la pluma de los autores bíblicos, los ha hecho transparentes.

Entramos ahora en una faceta que podría causar extrañeza e incluso reservas bastante serias. Me refiero al hecho de que todo aquel que se acerca al Fuego termina siendo cautivado por Él, así es como hemos titulado este capítulo. Es cierto que esto nos puede poner un poco a la defensiva, ya que suena algo parecido a sumisión, e incluso prisión, estilo de vivir fanático que tienen su caldo de cultivo en las sectas de todo tipo.

Abordamos el espinoso asunto, éste de llegar a ser rehenes del Fuego desde la experiencia de Jeremías, profeta del que ya anuncié que volveríamos a citar. Sondeemos su llamada y también sus reticencias, la exposición de sus dificultades -más bien impotencias- para aceptarla. Dios diluye todos sus razonamientos con una promesa acompañada de un hacer que dejan a Jeremías sin objeciones. Dios parte de una promesa: “¡No temas, que yo estoy contigo!”, que acompaña con un hacer: “Mira que pongo mis palabras en tu boca” (Jr 1,8-9).

El profeta es consciente de lo que ha recibido. De hecho llega a conocer el gusto, el saborear la Palabra de Dios. La confesión de este sabor que le llenaba las entrañas es toda una antología de la espiritualidad de la Palabra. No estudia las palabras de Dios, las devora  -siguiendo su propia confesión- porque colman su corazón, todo su ser, de gozo y alegría indescriptible: “Encontraba tus palabras, y yo las devoraba; eran tus palabras para mí un gozo y alegría de mi corazón, porque se me llamaba por tu Nombre, Señor y Dios mío” (Jr 15,16).

Hasta ahí bien, incluso demasiado bien, hasta que su pueblo le sumerge en un baño de realidad. El profeta está aturdido, se queda atónito al comprobar que su anuncio profético -que suponía habría de ser acogido con gozo y alegría y, por supuesto, con gratitud por su pueblo- provoca el más brutal de los rechazos. El gozo de su predicación se ve desfigurado ante el oprobio que ésta le provoca. Nos lo cuenta desgarradoramente: “La palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio y mofa cotidiana” (Jr 20,8b). Nuestro buen amigo está sumido en el más cruel de los desconciertos. Su propia gente, el Israel que se enorgullece de ser el pueblo del oído, el único en toda la tierra a quien Dios se ha dirigido personalmente con su Palabra (Dt 4,35-37), ha pasado a ser su más acérrimo enemigo; la razón de esta enemistad y persecución es solamente una: las palabras que Dios ha puesto en su boca.

      Jeremías se desmorona, está al límite de sus fuerzas; es tal el estado de su abatimiento y hasta depresión que llega incluso a decir: ¡se acabó! “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre”. (Jr 20.9a). Lo dijo, pero no pudo hacerlo. Las palabras que Dios había puesto en su boca y que, con el tiempo, aprendió a saborear, se habían  hecho Fuego en su interior: “Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido a mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20,9b).

miércoles, 16 de octubre de 2013

Entrar en el cielo


                                                              
                      
                                                       
¡Ufff...! dónde me he metido… A saber Dios, cuando vino tu Hijo, bueno Tú, con la cara de Jesús, y nos dijo: Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos”. ¿Iba en serio?... ¿Con esta vida que es la pera limonera y con un colmillo más retorcido que una reja andaluza, dices que hay que ser como un niño? En mi tierra hay un dicho: “A la vejez, viruela”. Pues ¡Menudo lío!, será como un niño viejo, gordo y gigantesco ¡digo yo! 

Además Dios, hay cada niño… Yo no sé los de tu época en Jerusalén, pero ahora nos doblan en “sabiduría casera” y en la de “fuera”… Como les arrees una torta ya te están aplicando el Código Penal; tienen una mala idea ¡Qué pa qué! Yo creo que tu Hijo se refería a otra cuestión, pero…

¿Por qué no dijo que había que tener mentes viejillas que es mejor? Los viejitos son amorosos, olvidadizos, ya no se meten en líos; en fin como niños pero antes de caminar. ¿Sería eso lo que querría decir?

-Pues no hija, es que no te enteras, los bebés aún no saben lo que es el bien y el mal-. ¡Ya! Entonces no era eso… Pues no.

Es a esa mente que a base de humildad y discernimiento, llega a parecerse a la de un niño que cuando ve unas “rejas andaluzas”, se sube, llama a sus amigos y disfruta de una procesión… Que no sabe aún lo que es el odio ni el rencor ni la soberbia; que por un cromo de Ronaldo vuelve hacer las paces…

Jesús no hablaba de niños sin crecer, hablaba de hombres “convertidos” con un nuevo corazón. Cuando Jesús llegó a la tierra no venía con las manos vacías, portaba el regalo de la Conversión ¿Qué mejor convertirnos a “niños” y aparcar tanta miseria adulta?

Es verdad, ahora soy capaz de dar, compartir, callar y olvidar… Y no soy una niña,  pero intento hacer lo que ella haría… 

Después de tu Muerte, Jesús, todo esto es posible. Otorgaste a tu Iglesia manos Consagradas para el perdón del “colmillo retorcido”, y a la Eucaristía como culmen de esa Gracia. Ya podemos pues, ser “niños” (pasando por el dentista).

A Dios le pregunto y Dios me contesta, siempre lo hace. La suerte que tenemos y que los niños aún no tienen, es la de verte en los demás siendo conscientes de ello. Mujer y hombre sobre todo, pero… Llorar, perdonar y reír como Dios hizo a todos los niños del mundo.   
Emma Díez Lobo
    

domingo, 13 de octubre de 2013

Yo alzaré tu voz


                                


¡Mamáaaaaaaaa!                                                    

32 días de vida… Se oye una voz en el seno, grita porque su voz es muy bajita y está a oscuras. No se le oye muy bien pero no importa, él “habla” sin hablar…

-Mamá, dime algo, dentro de unos meses naceré, ¿sabes? Dios me envía al mundo para llenar un equipaje, hoy vacío de mí. ¿Sabes? Me quiere regalar su Reino después de pasar por la vida; estaré con mis amigos, contigo mamá porque te veré muchos años y nos amaremos para siempre… ¡Será tan lindo ese lugar!

- Mamá ¿me oyes? A veces no te oigo y me da un miedo tremendo tu silencio… ¡Quiero estar contigo mamá!

-¡Mira que chiquito soy, no mido ni medio centímetro! Pero no te preocupes comeré mucho mucho para ser grande y algún día cuidar de ti como tú lo harás conmigo. ¡Qué ganas tengo de ver tu cara, mamá!

Dios también me ha dicho que sea bueno contigo pero que el “hombre del saco” aparecerá muchas veces para llevarme… ¡No le dejes mamá!  Me da miedo, pero  sé que tú le dirás que se vaya…

-¡Mami no te escucho! Necesito que me cantes un poquito, que me cuentes un cuento…  A lo mejor tienes sueño, bueno no importa, dormiré contigo al mismo tiempo ¿Sabes? Cuando estás tranquila también lo estoy yo…

-Me estas asustando mucho mamá, hace dos días que no paras y yo no puedo dormir… Te voy a decir una cosa grandiosa ¿Sabes?, me late el corazón  desde hace muchos días, sí, el que Dios me ha puesto para ti y para Él… ¡Estoy tan contento mamá, tan contento! 

-Mamáaaaaaa, el “hombre del saco” ha venido, está conmigo y dice que me va a llevar, que me va a echar de mi cuna calentita… Dile que se vaya ¡Por favor mamá!, no le dejes que me lleve… No sé donde esconderme, dime un sitio para  que no me vea…  Pero no llores mami, soy tan pequeño que a lo mejor no me ve y pasa de largo…    

-¡Me duele mamá, me duele mucho! ¡Haz que pare mamaíta, me duele tanto ma…!  ¡Quie… viv…!!!   

Un silencio espantoso recorrió la cuna de mi “hermano” pequeño ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué le has abandonado? Tenía corazón, sangre, latidos, neuronas y alma; solo le faltaba la voz, solo eso… ¡Dámela  a mí, Dios, y yo gritaré por él!    
No puedo seguir escribiendo, lo siento.........
Emma Diez Lobo

 

sábado, 12 de octubre de 2013

Con Cristo en la Cruz




“Caminemos juntos hacia la Cruz del Señor, pues con ella ha comenzado una nueva era en la historia del hombre. Este es un tiempo de gracia y salvación. A través de la Cruz el hombre puede comprender el sentido de su propia suerte, de su propia existencia sobre la tierra. Ha descubierto cuanto le ha amado Dios. Ha descubierto, y descubre continuamente, a la luz de la fe, cuán grande es su propio valor. Ha aprendido a medir la propia dignidad con el metro de aquel sacrificio que Dios ha ofrecido en su Hijo para su salvación.” [S.S. Juan Pablo II - Magno]

Ha quedado claro, Padre, que la Cruz, sostenerse en la Cruz de Cristo, es lo único que un cristiano puede hacer, por lo que supone y por lo que es. Pero, sobre todo, el sentido que de la cruz tiene cada cual (pues cada uno tiene una que llevar) no puede ser olvidado porque de hacerlo así, y de ser cristianos, bien podemos decir que, en realidad, no lo somos.
No es sufrir lo que dignifica a la persona, sino la manera de sufrir. En muy numerosas ocasiones, cuando  los dolores se hacían y se hacen dueños de  mi cuerpo,  recordaba a Santa Teresa de Jesús:

 “En la cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo”
Quien huye de la Cruz de Cristo y de la cruz propia, huye de la salvación. La cruz no se busca, pero antes o después sale a tu encuentro. Es lógico que si al mismísimo Señor le costó lágrimas de sangre aceptarla, a nosotros no nos sea fácil asumir nuestras propias cruces, pero de nuestros labios y nuestro corazón han de salir también las palabras "no se haga mi voluntad sino la tuya". Y la gracia nos capacita para ello.

Dios está clavado en la cruz, bien alto para verle bien. Con los pies enclavados para esperarnos. Con los brazos abiertos para acogernos y las manos llagadas para acariciarnos.
Misterio profundo de una providencia que ha permitido llagas divinas y llagas humanas, para que el hombre pudiera ser injertado en Dios. Los injertos se hacen así; por las heridas. Misterio de la cruz. La  cruz en el cuerpo atormenta, en el corazón da vida. Sucede como con las espinas; más sufre el que las pisa que el que las besa.

No debemos parecer pobres cirineos que comparten de mala gana la cruz del Señor, porque, como expresa gráficamente Pierre Charles, “hay dos maneras de llevar un yugo; una que parece muy razonable y es completamente absurda, otra que parece absurda y es enteramente razonable”. El Señor ha dicho: Tomad sobre vosotros mi yugo. Suave yugo y carga ligera (Mt 11,30).

El seguimiento de la cruz no es una devoción privada, para apacibles embelesos interiores, es seguir las huellas del Crucificado, salir de sí mismo, crucificar el propio yo, existir para los demás hasta fatigarse.

Comprendo tu sufrir
sereno y callado,
cuando yo sufro
y Tú estás a mi lado.

Comparto tu dolor
reciamente humano,
cuando yo también me quejo
y Tú me tiendes la mano.

Y venero tu silencio
tan elocuente y tan santo,
porque también yo me callo
ante el horror y el espanto.

Te comprendo, y lo comparto,
aun siendo frágil mi barro,
pues en la fiera tormenta
sólo a tu cruz yo me agarro.
Mas no comprendo, Señor,
que tu mirada bendita
siga clavando en mis ojos
Misericordia infinita.


 Recuerda: Ofrecerse y darse, he ahí así de simple, más gloria para Dios, más felicidad para el prójimo, más gozo interior para uno mismo. Todo esto sí que importa de verdad, yo me siento inmensamente feliz y, si estamos en lo que hay que estar ¿Por qué no entrenamos ya ,en serio, desde ahora?.
Vivir con optimismo y hacer nuestros días fecundos resulta una experiencia enriquecedora. La persona necesita raíces donde apoyarse y metas claras a las que aspirar y como mi testimonio no tiene límites, cuanto escriba seria poco, me contentaré con deciros que Dios os bendiga, adelante, salid a SU encuentro y alabanza y gracias sean dadas al Padre.

Miguel Iborra

jueves, 10 de octubre de 2013

África


                                                                         


África África ¿Cuándo vas a despertar? Yo mandaba sellos para ti, yo postulaba para ti… Era una niña y ya pensaba en ti. Crecí ayudándote como más de medio mundo, pero mi abuelo siempre me decía: “África duerme”...

Vuestros cuerpos se consumían, vientres hinchados, madres sin leche,  muerte y miseria sin nombre… ¿Por qué no despiertas África? Eres el continente más bello y favorecido del mundo, eres el pedazo de tierra dónde sus atardeceres rojizos claman al cielo, más no abres tus ojos  ¿Qué te pasa África?

“Erais” antes que todos, erais la vida por excelencia, el conocimiento y el valor. El mundo estaba vacío sin ti… Dime África, cuando vuestros hermanos cruzaron continentes y os dejaron ¿Qué os paso?  Mira que son miles de miles de años más jóvenes que vosotros y… Civilizaron toda la tierra ¿Por qué tú no lo hiciste? Tenías todo en tu mano, eras el “principio” del hombre, de la riqueza, del fuego y la sabiduría… Dios te puso allí.

No era necesario aclarar vuestra piel para no morir, no lo era. Pero entraste en un sueño incomprensible y os quedasteis en los comienzos del saber… Tanto, que llegó un día en que los “civilizados” os robarían bienes, hombres y mujeres; os esclavizarían… Y ahora lloras sin destino; abandonas la tierra para emular la civilización que vosotros comenzasteis haces millones de años… ¡No puedo entender mi origen aún dormido, no puedo!   

Vuestras “almohadas” os han hecho ser los más pobres del mundo ¿Por qué África? Os hemos mandado a Dios con equipaje de futuro hace más de 200 años, pero en vuestro letargo no habéis aprendido. Os aniquiláis en guerras absurdas con armas de blancos, también hachas y balas para mi Dios, Él “muere” allí entre vosotros y por vosotros… ¡Cuántas “escuelas” os hicieron, cuántos niños vivieron!

Ahora os veo navegar hacia España o Italia dejando una miseria incomprendida… Ilusiones desconocidas que nunca fueron verdad, anhelos tristes que el mar del Mediterráneo se tragaría por siempre; sí, el océano esconde vuestras vidas, desesperanzas y angustias.

Dime Dios ¿Qué le pasa a África? Haz que despierte… ¡Arriba vuestras banderas con humildad y honor! Es hora de gritar, pero no en los mares… Sois mi origen y mi Dios os eligió para poblar la tierra. Dejad las armas, echad a los que os oprimen y luchad por vuestro gran continente, el más bello del mundo donde las manos de Dios no faltarán mientras despertáis.

 ¡No llores pues, África querida, abre tus ojos rasgados y junto a “esas manos de Dios”, ayuda a ser la luz de tus pueblos!  
Emma Diez Lobo
 
    
 
 
 
 

miércoles, 9 de octubre de 2013

Camino de Emaús


                                                     

Sí, yo iba por aquel camino con mis dudas, absorta en mis pensamientos recordando a un Hombre; sí, yo iba cabizbaja poniendo en jaque a la verdad… 

Soy humana me dije… Y algo me respondió: “Yo también lo era”. Después me dije, mis ojos no ven, soy débil… Y algo me respondió: “Yo también lo fui”. Más tarde caí en la amargura… Y algo me respondió: “Yo lloré lágrimas de sangre”. 

Levanté mi cabeza después de un gran trecho del camino, y al fondo allá a lo lejos, “una posada”; pero debía atravesar la espesura, la maleza, la oscuridad de la distancia. Me tapé con mis ropas para sentirme protegida y me até bien las sandalias… ¡Pero qué va! Ni la ropa me protegía ni las sandalias aguantaron.

Y detuve mi marcha para esconderme entre los árboles y  apoyar mi espalda en el tronco más ancho, también abrigué los pies con mi chaqueta… ¡Pero qué va! El frío era enorme, estaba atemorizada, sola… Y algo me dijo: “Yo también estuve solo, tenía miedo”. 

Pero la noche era demasiado larga… Cuando desperté de mi ansiedad, la luna me iluminaba con una luz tenue; me levanté, me hice zapatos nuevos con la piel de mi mochila y me descubrí la cabeza para ver mejor el sendero y algo me dijo: “Yo también vi la luz y confié”.

Me encontré de nuevo con flores y dudas, con bichos y gorriones, con zarzas y praderas… Pero salí del bosque caminando siempre hacia el norte. De pronto ante mis ojos una casita, decía en la puerta “Posada de Emaús”.  Me acogieron, me dieron descanso y para cenar pescado…

Después de la cena, sólo entonces, Tú me dijiste: El tronco ancho lo puse Yo; las ropas que llevabas salieron de mis semillas de algodón; Yo diseñé la luna; construí el camino y las noches las hice para que “amaneciera”. Ve y di al mundo que en la “posada de Emaús” les estaré esperando; que oirán mi voz por el camino como lo hice contigo y entrega todas mis Palabras y angustias en este Libro que te doy… Y me llevé a Los Dos conmigo.    
Emma Diez Lobo          

jueves, 3 de octubre de 2013

Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de las Misiones


 Queridos hermanos y hermanas:
 
Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura el Año de la fe, ocasión importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta prospectiva, quisiera proponer algunas reflexiones.
 
1. La fe es un don precioso de Dios, que abre nuestra mente para que lo podamos conocer y amar, Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de su misma vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena, más bella. Dios nos ama. Pero la fe necesita ser acogida, es decir, necesita nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra confianza en Dios, de vivir su amor, agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que no se reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. Todo el mundo debería poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de la salvación. Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante que anima toda la vida de la Iglesia. «El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Toda comunidad es “adulta”, cuando profesa la fe, la celebra con alegría en la liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios sin descanso, saliendo del propio ambiente para llevarla también a las “periferias”, especialmente a aquellas que aún no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida.
 
2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio Vaticano II, es un estímulo para que toda la Iglesia reciba una conciencia renovada de su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión entre los pueblos y las naciones. La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos independientes, precisamente porque los “confines” de la fe no sólo atraviesan lugares y tradiciones humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer. El Concilio Vaticano II destacó de manera especial cómo la tarea misionera, la tarea de ampliar los confines de la fe es un compromiso de todo bautizado y de todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible, a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes» (Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se invita a toda comunidad a hacer propio el mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8), no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un aspecto esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar con nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo y convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los obispos, a los sacerdotes, a los consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y grupo responsable en la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas pastorales y formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está completo si no contiene el propósito de “dar testimonio de Cristo ante las naciones”, ante todos los pueblos. La misionariedad no es sólo una dimensión programática en la vida cristiana, sino también una dimensión paradigmática que afecta a todos los aspectos de la vida cristiana.
 
3. A menudo, la obra de evangelización encuentra obstáculos no sólo fuera, sino dentro de la comunidad eclesial. A veces el fervor, la alegría, el coraje, la esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones, todavía se piensa que llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad. A este respecto, Pablo VI usa palabras iluminadoras: «Sería... un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer... es un homenaje a esta libertad» (Exhort, Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Siempre debemos tener el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con frecuencia, vemos que lo que se destaca y se propone es la violencia, la mentira, el error. Es urgente hacer que resplandezca en nuestro tiempo la vida buena del Evangelio con el anuncio y el testimonio, y esto desde el interior mismo de la Iglesia. Porque, en esta perspectiva, es importante no olvidar un principio fundamental de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia. Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre eclesial. Pablo VI escribía que «cuando el más humilde predicador, catequista o Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia»; no actúa «por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre» (ibíd., 60). Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo animado por el Espíritu Santo.
 
4. En nuestra época, la movilidad generalizada y la facilidad de comunicación a través de los nuevos medios de comunicación han mezclado entre sí los pueblos, el conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo, familias enteras se trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y culturales, así como el turismo y otros fenómenos análogos empujan a un gran movimiento de personas. A veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales, conocer de forma segura y profunda a quienes están de paso o a quienes viven de forma permanente en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las regiones tradicionalmente cristianas crece el número de los que son ajenos a la fe, indiferentes a la dimensión religiosa o animados por otras creencias. Por tanto, no es raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan de la fe, convirtiéndolos en necesitados de una “nueva evangelización”. A esto se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad todavía no le ha llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que vivimos en una época de crisis que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la economía, las finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino también la del sentido profundo de la vida y los valores fundamentales que la animan. La convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que causan inseguridad y fatiga para encontrar el camino hacia una paz estable. En esta situación tan compleja, donde el horizonte del presente y del futuro parece estar cubierto por nubes amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con valentía a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que sólo el encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza misionera de la Iglesia no es proselitista, sino testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor. La Iglesia –lo repito una vez más– no es una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad de personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino.
 
5. Quisiera animar a todos a ser portadores de la buena noticia de Cristo, y estoy agradecido especialmente a los misioneros y misioneras, a los presbíteros fidei donum, a los religiosos y religiosas y a los fieles laicos –cada vez más numerosos– que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para servir al Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero también me gustaría subrayar que las mismas iglesias jóvenes están trabajando generosamente en el envío de misioneros a las iglesias que se encuentran en dificultad –no es raro que se trate de Iglesias de antigua cristiandad– llevando la frescura y el entusiasmo con que estas viven la fe que renueva la vida y da esperanza. Vivir en este aliento universal, respondiendo al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt 28,19) es una riqueza para cada una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y donar misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con generosidad a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo de ser generosos con el Señor. Invito también a los obispos, las familias religiosas, las comunidades y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y a ayudar a las iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos para fortalecer la comunidad cristiana. Y esta atención debe estar también presente entre las iglesias que forman parte de una misma Conferencia Episcopal o de una Región: es importante que las iglesias más ricas en vocaciones ayuden con generosidad a las que sufren por su escasez. Al mismo tiempo exhorto a los misioneros y a las misioneras, especialmente los sacerdotes fidei donum y a los laicos, a vivir con alegría su precioso servicio en las iglesias a las que son destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las iglesias de las que proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hch 14,27). Ellos pueden llegar a ser un camino hacia una especie de “restitución” de la fe, llevando la frescura de las Iglesias jóvenes, de modo que las Iglesias de antigua cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría de compartir la fe en un intercambio que enriquece mutuamente en el camino de seguimiento del Señor.
 
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya sea reclamando la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo.
 
Por último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas, testigos valientes –aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos– que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución actuales. Muchos también arriesgan su vida por permanecer fieles al Evangelio de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e intolerancia, y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
 
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).