domingo, 8 de diciembre de 2013

Junto al Manantial de la Vida


     Amar la Palabra con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma hasta conocer el temblor de quien se siente y se sabe amado, sin el “hasta donde ni en qué medida”. Es el temblor de saberse amado por el Eterno, el Inmortal, el Dios vivo.




Su ministerio sacerdotal va mucho más allá de los ritos externos y formalistas que, aun cuando necesarios, podrían, por su falta de profundidad, no reflejar a Dios. Es por eso que cuando predican y celebran desaparece su yo para dar paso a Jesucristo en cuyo nombre ejercen su misión, su pastoreo. Todos los hombres y mujeres que buscan ansiosamente el Camino, la Verdad y la Vida, lo encuentran en este Jesucristo que vive y actúa en ellos; es como si estos hombres  le prestaran su cuerpo para que vuelva a acontecer la Encarnación… Mucho saben de esto los pastores que viven la pasión inmortal por el Evangelio.

Encarnan, pues, al Hijo de Dios y, desde Él, comparten sus fatigas. Se da como una especie de causa y efecto entre las fatigas del alma que sobrellevan a causa de su misión y la luz que reflejan. Cuando son conscientes de esta relación causa-efecto desbordan de alegría, pues han venido a saber que su comunión con su Señor y Pastor es real. Comparten su misma fatiga, aquella que es la fuente de su luz, tal y como anunció el profeta Isaías: “Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos…” (Is 53,11).

Esta característica de los pastores no pasa desapercibida para los verdaderos buscadores de Dios. Ven en ellos una respuesta real a su hambre y sed de eternidad; la Trascendencia deja de ser para ellos algo quimérico para convertirse en algo posible, incluso palpable o, por lo menos, algo que va mucho más allá de ínfulas visionarias. Es tan atrayente esta posibilidad que, dejando de lado todo tipo de prejuicio, se acercan -eso sí, muy lentamente- hacia ellos. Saben que son lo que son porque han aprendido a vivir con Alguien…, a quien les gustaría conocer. Efectivamente, son para el mundo entero “robles de justicia y plantación de Dios que irradian su gloria”, como decía Isaías. De ellos dijo el salmista que son “como árboles plantados junto a las corrientes de agua, que a su tiempo dan el fruto, que jamás se amustia su follaje y que todo lo que hacen les sale bien” (Sl 1,3).

También Jeremías profetiza sobre estos pastores comparándolos con árboles que, junto a las márgenes del río, dan fruto incluso en año de sequía. El profeta ofrece un dato revelador que da la razón de su fecundidad: son hombres que han puesto su confianza en Dios; es tal la consistencia de esta confianza, cimentada en la experiencia que de Él tienen, que no conciben la posibilidad de que Dios les defraude. “Bendito aquel que se fía de Dios pues no defraudará su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces… En año de sequía no deja de dar fruto” (Jr 17,7-8).

Estos textos son profecías que, al igual que la de Isaías con la que iniciamos este capítulo, se cumplen en Jesucristo, el Hijo de Dios, y en “sus plantíos”, en estos hombres que, cercanos a su corazón, pueden decir al igual que san Juan de la Cruz: “mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio; ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio”.

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