miércoles, 11 de junio de 2014

Los míos escuchan mi Voz

    El espacio habitacional de Dios en ti es directamente
 proporcional al que tú desocupes 
en tu abrazarte al Evangelio. 
Cuanta más vida tuya entregas al mundo, 
más vida suya   –la de Dios- entra en ti.





    Escuchadle, es mi Hijo, mi Predilecto! La voz que resonó desde los cielos no admitió lugar a dudas. Aun así, la resistencia a escuchar la Verdad es una constante no sólo en el pueblo de Israel, sino también a lo largo de la historia de generación en generación. El lamento de Dios por la “sordera congénita” de su pueblo ante o frente a su Palabra, parece ser un mal crónico de todo hombre. El problema radica en que los hombres medianamente buenos           –tibios los llama Dios (Ap 3,15-16)- siempre excluyen a Dios y a sus enviados, los pastores según su corazón. La gloria de estos pastores es la de compartir exclusión con el Gran Excluido, su Maestro y Señor.
Volvemos a la Voz del Tabor: Escuchadle a Él, no hagáis como vuestros padres que sólo se escuchan a sí mismos. No le hicieron caso y, por supuesto, tampoco al Enviado. No obstante, el Señor Jesús continuó firme en su misión; no iba a permitir que el Mal, con su Príncipe a la cabeza, le arrebatase a los suyos, a los que habrían de creer en Él. Lo dijo en una ocasión: que nadie podría arrebatar a sus ovejas de su mano. “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,27-28).
Por más que el rechazo a su persona y, por supuesto, a su misión, crecía imparablemente, el Amado del Padre (Mt 3,17), fijos sus ojos en Él y en los hombres, se mantuvo fiel proclamando sin cesar el Evangelio de la Gracia. En su fidelidad, aceptó la exclusión y la muerte de malhechor (Lc 22,37), he ahí el precio que pagó por nuestra salvación; por eso Pablo llama a su predicación el Evangelio de la Gracia (Hch 20,24).
Era evidente que el Evangelio proclamado por Jesucristo desequilibraba las formas y maneras del pueblo santo, y esto no podía quedar impune. Por otra parte, no es que Jesús fuera un soñador, un irresponsable. Sabía perfectamente de las conjuras que, como hongos, crecían contra Él; sabía también que su persecución y exclusión habrían de ser patrimonio glorioso de sus discípulos; que si el mundo arremetería contra la Vid verdadera, el mismo fuego de odio alcanzaría a sus sarmientos. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros” (Jn 15,18). La razón de tanta aversión radica en que sus discípulos reciben de Él su Palabra, raíz y savia de su discipulado. Recordemos que “en ella –la Palabra- estaba la Vida” (Jn 1,4a). Por eso el mundo les odiará siempre. “Yo les he dado tu Palabra, y el mundo les ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo” (Jn 17,14).
El mundo les aborrece porque tiene todo menos la Vida, que es lo único que no puede ofrecer. Los discípulos la tienen por su llamada, y la dan gratuitamente porque no hay discípulo que no sea pastor. Cuando la dan, se identifican con su Maestro de tal forma que éste les reconoce como sus pastores, sí, pastores según su corazón. Dado que el signo identificador de estos pastores es la Palabra de vida por medio de la cual fueron llamados, y que, después, hecha espíritu de su espíritu, les envió al mundo, ésta se convierte en su Fuerza, el puerto seguro en la tempestad de toda persecución.
El Señor Jesús no engaña a nadie, dice a los suyos lo que les espera, para que cuando lleguen a ser considerados, como dice Pablo, “la basura del mundo y el desecho de todos” (1Co 4,13), se sientan acogidos por el Hijo de Dios como Él se sintió acogido por su Padre. Los pastores según su corazón, en su desvalimiento, se reconocen -seguimos con Pablo- ministros de Dios (2Co 6,4b). Ministros que, “aunque pobres, enriquecemos a muchos; aunque nada tienen, todo lo poseemos” (2Co 6,10).

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