viernes, 17 de octubre de 2014

Estos son mis predilectos





La opinión que tenemos de santo Tomás de Aquino es probablemente la de un gran teólogo envuelto en una montaña de pergaminos, documentos, libros, etc., lo que popularmente llamamos un ratón de biblioteca. Sin embargo, tenemos datos y motivos para apreciar en él a un gran pastor, un discípulo del Señor Jesús que supo encontrar el manantial de vida eterna que mana de las Escrituras.

Célebre es, por poner sólo un ejemplo, la exhortación que dirigió a sus hermanos dominicos dedicados en cuerpo y alma a la predicación del Evangelio, y que sirve para todos los pastores enviados por el Señor Jesús al mundo entero. Les dijo: “Anunciad lo que habéis contemplado”. El Tomás profesor, el académico, el investigador minucioso de las Escrituras, da el salto que sella la identidad de todo predicador del Evangelio. He aquí el salto: La Palabra va mucho más allá de una comprensión intelectual; la Palabra se contempla y, desde lo que nuestros ojos del alma han podido presenciar, se anuncia. Tenemos motivos fundados para creer que Tomás no habría hecho esta exhortación, tan real como profunda, si él mismo no hubiese experimentado esta contemplación.

Damos las gracias, desde la comunión de los santos que nos une, a Tomás, y nos metemos de lleno en una nueva dimensión del rostro de los pastores según el corazón de Dios. Son pastores que han cogido entre sus manos posesivas y acariciadoras la vida que habita en la Palabra, “en ella estaba la Vida” (Jn 1,4a). Una vez que la Palabra ha posado sus alas en sus manos, estos pastores son llamados a hacer una experiencia tan trascendente que podemos llamarla extramundana.

En sus manos el Evangelio se hace ver, oír, es como si Dios se dejara palpar. Ser testigo de esto es ser testigo de lo que es Dios: Todo. A partir de entonces y movidos por un impulso irresistible, también irrenunciable, la Palabra es anunciada; es tal la pasión que mueve al pastor que no tiene dónde reclinar la cabeza, dónde asentarse (Lc 9,58). Arrastrado por esta pasión, anuncia el Evangelio “a tiempo y a destiempo” (2Tm 4,2) y, parafraseando con cierta libertad a Pablo, podemos decir de él que “ya no es él quien vive, sino el Anuncio y la Fuerza del Evangelio quien vive en él” (Gá 2,20). Esta clase de pastores son continuamente vivificados, y tanto más, cuanta más vida mana de su boca (Lc 4,22).

Nos acercamos ahora al apóstol y evangelista Juan quien, con una belleza deslumbrante, -adivinamos el Manantial que corre por sus entrañas- nos habla de la Palabra desde los más diversos prismas: Vida, Comunión, Encarnación, Manifestación de Dios, Ojos que ven y contemplan, Manos que palpan, Oídos que oyen… (1Jn 1,1-3).


En unos pocos versículos, Juan –también él habla desde su experiencia y la de la Comunidad apostólica- describe las líneas maestras del crecimiento de la fe y de la comunión entre los discípulos del Señor Jesús; por supuesto, también de la misión que Él les ha confiado al llamarles con su Palabra creadora, Palabra que moldea sus corazones a imagen y semejanza del suyo.




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