lunes, 31 de octubre de 2016

Con todos los santos




En la vida eterna, con los ojos de la inteligencia contemplaremos la gloria de Dios, de todos los ángeles y de todos los santos, así como la recompensa y la gloria de cada uno en particular, en todas las maneras que querremos. En el último día cuando, por el poder de nuestro Señor, resucitaremos con nuestro cuerpo glorioso, nuestros cuerpos serán resplandecientes como la nieve, más brillantes que el sol, transparentes como el cristal... Cristo, nuestro cantor y maestro de coro, con su voz triunfante y dulce cantará un cántico eterno en alabanza y honor a su Padre celestial. Todos nosotros, llenos de gozo y con voz clara, cantaremos para siempre y sin fin este mismo cántico. La gloria y felicidad de nuestra alma brotará sobre nuestros sentidos y atravesará nuestros miembros; nosotros nos contemplaremos mutuamente con ojos glorificados; escucharemos, diremos, cantaremos la alabanza de nuestro Señor con unas voces que no fallarán jamás.

     Cristo nos servirá; nos enseñara su rostro luminoso y su cuerpo de gloria llevando en él las señales de la fidelidad y del amor. También miraremos los cuerpos gloriosos con todas las señales del amor con el cual han servido a Dios desde el comienzo del mundo... Nuestros corazones vivientes se abrasarán con un amor ardiente por Dios y por todos los santos...

     Cristo, en su naturaleza humana, guiará el coro de la derecha, porque es esta naturaleza la que Dios ha hecho más noble y más sublime. Pertenecen a este coro todos aquellos en quienes él vive y viven en él. El otro coro es el de los ángeles; aunque su naturaleza es más elevada que la nuestra, los hombres hemos recibido más de Jesucristo con quien somos uno. Él mismo será el supremo pontífice en medio del coro de los ángeles y de los hombres, delante del trono de la soberana majestad de Dios. Y Cristo ofrecerá y renovará ante su Padre celestial, el Dios todopoderoso, todas las ofrendas que jamás fueron presentadas ni por los ángeles ni por los hombres; éstas se renovarán y continuarán sin cesar y para siempre en la gloria de Dios.


(Beato Juan van Ruysbroeck)

Luces y sombras del culto a los muertos



La llegada del otoño con sus hojas amarillas que van cayendo de los árboles nos ayuda a comprender fácilmente lo que significa el final de la vida. Es precisamente en el otoñal mes de noviembre cuando la Iglesia tiene un recuerdo especial para los difuntos.

El otoño tiene su parte de tristeza, pero no le falta su encanto, tal vez porque es el tiempo en que ya se termina la recolección de los frutos del campo. También la muerte, siempre triste, es como el tiempo de la cosecha.

Podemos decir que el culto a los muertos es tan antiguo como el hombre. Y siempre ha sido un elemento fundamental en todas las religiones. No podía ser de otra manera. El hombre, amante de la vida, se resiste a morir para siempre. Un deseo tan universal y tan profundo no puede ser un deseo ciego sin posibilidad de verse cumplido.
En los tiempos actuales, a pesar de la enorme plaga de increencia, es el hecho inevitable y constante de la muerte el que hace que el hombre no prescinda absolutamente de la religión. Todos los días los medios de comunicación nos hablan de muertes. Tal vez por referirse a personas lejanas a nosotros podemos acostumbrarnos a este tipo de noticias sin que nos impresione demasiado. Pero de cuando en cuando la visita de la muerte llega a nuestro mundo concreto y cercano de familiares, amigos, vecinos… Entonces es más fácil que nos haga reflexionar sobre lo que es la vida. De hecho entre nosotros la muerte tiene mucho poder de convocatoria y cada vez acude más gente a los entierros, tal vez porque los medios de comunicación lo hacen más factible.
Ello es siempre positivo, aunque sólo fuera por aquello de que el enterrar a los muertos es una obra de misericordia. Si además se aprovecha para orar y escuchar la palabra de Dios, pues será más positivo todavía.
La fiesta de Todos los Santos tal y como se viene celebrando es un signo más que puede ayudar, aunque sólo sea una vez al año, a no perder de vista la dimensión trascendente del hombre y a preguntarnos por el sentido último de la vida.
Ahora bien, convendría resaltar ciertas sombras existentes en este terreno del culto a los muertos:
– Nuestro Dios es un Dios de vivos y la práctica religiosa no debe limitarse solamente al culto a los muertos. Sin menospreciar la buena fe de aquellos que tienen por costumbre ir a los entierros e incluso a Misas por difuntos, hay que reconocer que el cristiano tiene el deber de dar culto a Dios también en otras ocasiones, reducir la práctica religiosa a sólo estos momentos supone un empobrecimiento que necesariamente habrá de dar una visión fúnebre del cristianismo. Privarse de la gozosa celebración de la Misa dominical, por ejemplo, es renunciar a lo que puede dar una enorme dosis de ilusión y esperanza.
– El culto a los muertos no puede reducirse a un mero acto de sociedad. Ir a los entierros o a las Misas por los muertos por mero compromiso, para ser visto por los familiares del difunto no deja de ser una manera más de guardar las apariencias. Y si algo rechazó Jesús, fue la hipocresía. Si además uno es cristiano y no participa de corazón en todo lo que supone la celebración cristiana de la muerte, está cayendo en una gran contradicción e incoherencia. Dígase esto de quienes pudiendo entrar en la Iglesia no entran o se ponen a charlar en lugar de rezar o guardar el silencio sagrado.
– El valor de la Misa es infinito. La Misa en realidad nunca es por un solo difunto, sino por todos. Y por supuesto no depende del número de personas que asistan ni del lugar en que se celebre. Hay quien piensa que si él u otras personas no asisten ya no vale. Del mismo modo algunos sólo van cuando es por “sus” muertos, por los de algún amigo o conocido… Pero, sobre todo, olvidan que la Misa no fue instituida primordialmente para rogar por los muertos, sino para reunir a cristianos y vivir la presencia de Cristo en ella.
– Las celebraciones por los difuntos (entierros, aniversarios, misas…) son con frecuencia la ocasión que algunos tienen para entrar en contacto con la iglesia. Diríase que es una ocasión privilegiada que los sacerdotes, deberían aprovechar pastoralmente. En primer lugar, hoy que la técnica lo permite habría que cuidar que la voz, llegue a todos, también a los que se quedan fuera de la Iglesia por falta de espacio y que suelen ser doble o triple de los que entran. Un simple altavoz puede resolver el problema. Pero es preciso también cuidar todos los detalles de la celebración y, sobre todo, evitar el efecto contrario: alejar más a los que ya están bastante alejados.
– Puesto que la muerte es una experiencia evocadora de lo religioso, sepamos servirnos de ella como un elemento dinamizador de nuestra vida de creyentes.

J. Jáuregui

domingo, 30 de octubre de 2016

Pequeño de estatura, pero grande en espíritu



“Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a una higuera para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa»” (Lc. 19, 2-5)

Con suma frecuencia nos pasa a los seres humanos lo mismo que a Zaqueo, Señor. Tenemos necesidad, aunque sea bajo la apariencia de curiosidad, de verte. Sí, puede ser que haya gente que se acerca a conocerte porque han oído hablar de ti y desean investigar un poco. En principio solo es eso, pero en la medida que te van conociendo la curiosidad se convierte en necesidad. El espíritu precisa saciarse de algo superior, no le basta lo común. Es insaciable y por ende necesita superar incluso lo bueno para quedar ahíto de lo excelente.

También encontramos en nuestro camino un gentío: muchas cosas que nos impiden poder llegar a ti. Somos cortos de estatura porque los entes mundanos no nos han dejado crecer en la vida espiritual. En nuestro camino encontramos infinidad de objetos que parece que nos enriquecen, en principio nos agarramos a ellos, mas pronto nos damos cuentan de que no nos llenan, resulta que necesitamos más y más; y como el alma es insaciable y siempre tiende a superarse, no se conforma y corre hacia delante hasta que encuentra un punto de apoyo, su higuera, que le catapulta hacia lo superior. En ese salto hacia delante y de superación consigue alcanzar un lugar desde donde puede conseguir verte.

Pero hete aquí que entonces se lleva la gran sorpresa de que eres tú el que te fijas en él. Te has dado cuenta del deseo que siente de conocerte, le llamas y le acucias para que se acerque, le dices que has observado que siente una gran necesidad y ansiedad de ti y que quieres saciar esa necesidad, que quieres hospedarte en su casa, mucho más de lo que el hombre esperaba en sus mejores sueños.

Gracias, Señor, por haberme dado la oportunidad de elevar mi estatura espiritual, por haberme enriquecido con tus dones, por haberte acercado a mí, por haberte hecho alimento para saciar mis pobres necesidades. Gracias por haber elegido mi pobre hogar para hospedarte y quedarte en él.


Pedro José Martínez Caparrós

viernes, 28 de octubre de 2016

Domingo 31 del Tiempo Ordinario





el gps del dios de la vida.

            Cada vez es son más conocidos los GPS (sistema de posicionamiento global o en traducción libre española guía por satélite), esos aparatos que ayudan a los conductores a llegar a un destino predeterminado. Sobre la marcha va indicando las carreteras que hay que tomar, lo repite varias veces para que el conductor no se distraiga; y caso de que el conductor no tome la dirección indicada, el aparato no se enfada sino que se reprograma y vuelve a indicar la dirección correcta desde el lugar incorrecto para llegar a la meta; y si el conductor se equivoca mil veces, otras tantas el GPS, sin enfadarse, vuelve a reprogramarse y continúa indicando la dirección correcta hasta conseguir llegar a la meta programada, lo que a veces se traduce en que, al final, la ruta recorrida sea más larga de lo previsto y poco lógica. Pero la culpa no es el GPS, sino del conductor.

            Buena comparación para comprender el mensaje que nos dirige este domingo la palabra de Dios. La primera lectura ofrece una reflexión importante sobre la postura de Dios ante sus creaturas. Dios es el Dios de la vida y todo lo ha creado libremente para compartir su vida. Todo lo que hace lo realiza buscando vida. Si el hombre no responde adecuadamente, le exhorta, corrige y anima para corregir la ruta y llegar a la meta desde el punto en que se encuentra. No se cansa y hasta el final de cada existencia recuerda al hombre que todavía hay ruta posible para llegar a la meta. ¡Hay tantos casos de vidas tortuosas que al final han acogido la llamada de Dios!

Todo esto se debe a que Dios es amor todopoderoso. Porque es amor, lo suyo es darse con una entrega tan fuerte que no hay impedimento que la pueda detener. Para Dios el pecado no tiene la última palabra, sino su amor. Porque es amor todopoderoso, siempre perdona e invita a llegar a él: te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos ante los pecados de los hombres para que se conviertan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado... a todos perdonas, Señor, amigo de la vida.

            El Evangelio completa esta presentación: Jesús, el Hijo del Dios de la vida, ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. Ejemplo concreto es el caso de Zaqueo, a quien Jesús busca y ofrece la salvación. Este episodio completa la enseñanza de Jesús sobre la riqueza presentado  anteriormente por el evangelista, cuando afirma, a propósito del llamado “joven rico”: Qué difícilmente entran en el reino de los Dios los que tiene riquezas.. pero lo que es imposible a los hombres es posible para Dios (Lc 24.27). Porque es posible para Dios, Jesús busca y ofrece la salvación a Zaqueo. Pero éste tiene que cooperar a esta oferta, y lo hace, primero, devolviendo cuatro veces lo robado y, segundo, compartiendo la mitad de sus bienes legítimos. Es una cooperación necesaria, ya que una acción no es pecado por un capricho arbitrario de Dios sino porque produce un daño al prójimo y al interesado y el Dios de la vida no puede quedar impasible ante esto; porque ama, exige que se vuelva al camino de la vida, y esto se hace reparando los daños causados.

            La Eucaristía es celebración del amor del Dios de la vida. Para darnos vida ha querido ofrecernos constantemente el medio que lo posibilita: unirnos al sacrificio de Jesús y comer su Cuerpo y Sangre.

D. Antonio Rodríguez Carmona


jueves, 27 de octubre de 2016

¿Buscas consuelo?



Vitaminas para caminar

1.- Lo más fácil hoy será quejarte de las inmoralidades sociales. Lo difícil es identificarte internamente con ese mundo de pecado y hacerlo propio. Jesús “que no tenía pecado se hizo pecado por nosotros”.

2.- La Cruz no se lleva tanto sobre los hombros cuanto en el alma. ¿Qué es una cruz de madera cuando el alma tiene que cargar con una tristeza de muerte o de miedo o incluso de asco por la vida? Jesús murió en el alma en el Huerto, antes de morir crucificado en el Calvario.
3.- Es terrible estar en casa y ver cómo los tuyos se olvidan de ti. Viven su propio mundo sin que les interese el tuyo. Jesús lo sabe bien. Mientras Él sufre su agonía de muerte, los suyos duermen tranquilos.
4.- Es duro buscar a alguien con quien desahogar las penas del alma y sentir que no tienen tiempo para ti. Jesús fue a buscar consuelo en los tres discípulos, pero ellos tampoco tuvieron tiempo. Estaban cansados. Siempre estamos cansados para escuchar a los demás.
5.- Cuando nadie tiene tiempo para ti, sólo te queda un camino: desgranar las penas de tu alma, hechas oración, en el Corazón del Padre. No te las quitará, pero te dará fuerzas para superarlas.
6.- ¿Le pides a Dios consuelos espirituales? ¿No te es suficiente que te haga capaz de seguir tu camino de fidelidad? Los consuelos, como las penas, pasan. La fidelidad queda. Lo que te hace grande ante Dios no son tus consolaciones, sino tus fidelidades.
7. – No esperes estar bien para ayudar a los demás. Quien espera sentirse bien para ayudar al hermano, nunca le ayudará, porque nunca se sentirá suficientemente bien.

J. Jáuregui

miércoles, 26 de octubre de 2016

Es de bien nacidos ser agradecidos




Todavía recuerdo un domingo al Papa Francisco, desde la ventana del palacio apostólico, al concluir el «ángelus», invitándonos a corear con él las tres palabras mágicas que, a su juicio, sostienen la relación de toda pareja: «permiso», «perdón» y «gracias». Y que, por extensión, podríamos referir a toda relación humana.

Más allá de la anécdota insólita, el Papa tiene razón. «Pedir permiso», es decir, entrar de puntillas, cuando uno trata de irrumpir en la vida del otro; «dar las gracias» por un beneficio o un favor concedido; así como «pedir perdón» por las acciones que hubieran podido molestar a los demás, son algo más que un gesto de buena educación. Son, sin duda, dones que Dios deposita en el corazón de cada persona, como expresión de la belleza que entraña una comunicación interpersonal capaz de anteponer lo del otro a mis propios intereses personales.
El reflejo de este canto de fe agradecida lo recoge certeramente Lucas en su Evangelio al narrar la curación de los diez leprosos. Sólo uno volvió a darle gracias. Aquel marginado, por partida doble, social y religiosa, supo responder a la «gratuidad de Dios» y obtuvo inesperadamente un segundo milagro, su sanación espiritual (salvación).

 La «lepra» —más allá de su patología cutánea— simboliza hoy la «enfermedad del alma» que aqueja a muchos hombres y mujeres de nuestro planeta, al erradicar a Dios de su vida. Resulta paradójico constatar cómo en algunos lugares quienes confiesan su fe sean realmente unos «marginados sociales» a quienes se tolera como mal menor y se procura preservar del resto de la población para evitar posibles «contagios».

La historia vuelve a repetirse. Más allá de los errores personales e institucionales que la Iglesia haya podido cometer a lo largo de su historia y de los que reiteradamente ha pedido perdón… pocos grupos sociales han contribuido tanto en humanizar-divinizar la vida. Bastaría, como botón de muestra, estas cifras que he tomado de la Memoria de la Iglesia de España en el año 2014 para quedar sobrecogidos de las GRACIAS que Dios nos ofrece a través de la mediación de tantos creyentes: 47.600.000 horas invertidas en actividades pastorales en las 23.071 parroquias, en los diferentes movimientos, cofradías o grupos apostólicos; los 18.813 sacerdotes; 57.531 religios@s; 13.000 misioneros; 104.995 catequistas; 2.504 capellanes y voluntarios en las cárceles; 16.626 voluntarios y agentes en los hospitales; 63.000 personas enfermas y familias que fueron acompañadas en su domicilio; 2.600 centros educativos, 1.468.269 alumnos, 103.179 personal docente, 2.692.000 € de ahorro al Estado por los centros concertados, 25.660 profesores de religión, 3.501.555 alumnos inscritos en clase de religión; 15 universidades, 85.381 alumnos matriculados; 240.282 bautizos, 244.252 primeras comuniones, 116.787 confirmaciones, 54.495 matrimonios, 23.624 unciones de enfermo; 4.738.469 personas fueron acompañadas en centros sociales y asistenciales, 9.062 centros, 2.800.000 de personas atendidas en centros para mitigar la pobreza, 108.000 personas orientadas y acompañadas en la búsqueda de empleo, 84.000 personas mayores y enfermos crónicos y personas con alguna discapacidad, 160.000 inmigrantes recibieron ayuda, 74.000 familias acompañadas en los Centros de Orientación Familiar, 16.000 recibieron asesoría jurídica, 10.800 niños y jóvenes atendidos en algún centro de tutela de menores, 32.400 mujeres acompañadas, atención de víctimas de violencia; 81.917 voluntarios de Cáritas, 2.179.958 personas en exclusión social atendidas, 5.146 voluntarios en Manos Unidas, 608 nuevos proyectos, en 57 países; etc.

En cada Eucaristía, acción de gracias por excelencia, los creyentes no sólo actualizamos la salvación que Dios nos regala sino que reconocemos y agradecemos a cuantos, fascinados por Jesucristo, tratan de encarnar los valores del Reino en el mundo a través de su testimonio de su vida, de su disponibilidad y de su entrega generosa tanto en dinero como en tiempo. 

¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS!

 Con mi afecto y bendición

 Ángel Pérez Pueyo

Obispo de Barbastro-Monzón

martes, 25 de octubre de 2016

El Monte del Señor





En La Escritura, los montes representan el lugar donde habitan los dioses, los dioses que todos tenemos, y que hemos puesto por delante de nuestro Dios: nuestro propio YO, nuestro egoísmo, el dinero. Y que se alimentan de los siete pecados capitales, que son cabeza de todos los demás.

En el Cántico de Moisés, una vez atravesado el Mar Rojo, y, refiriéndose al pueblo de Israel, nos dice: “…Los introduces y los plantas en el Monte de tu heredad, santuario, Señor, que fundaron tus Manos…” (Ex 1, 15). Es en este Monte Santo, el Monte Calvario, donde Jesucristo fundó el Monte del Señor, clavando en la Cruz gloriosa, sus santas Manos para el perdón de nuestras idolatrías, nuestro seguimiento a los ídolos.

Y, al final de los días, estará firme el Monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. (Is 2, 2-5). Es decir, Isaías profetiza sobre el final de los días: Dios estará por encima de todas nuestras maldades, de todos nuestros desatinos. Su Monte Santo, ese Monte donde sólo puede subir el Hijo de Dios.

¿Quién puede subir al Monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
El Hombre de manos inocentes y puro corazón
que no confía en los ídolos
ni jura contra el prójimo en falso (Sal 23,3)

 Ese Hombre, profetizado por el salmista, es Jesucristo, el único que tiene las Manos limpias de pecado, que rechaza el soborno y no calumnia con su lengua:

         ¿Quién habitará en tu Monte Santo?
       El de conducta intachable, que no calumnia con su lengua
          que no daña a conocidos, ni agravia su vecino
que no presta a usura ni acepta soborno contra el inocente
          y honra a los que temen a Dios (Sal 15, 1-5)

 Alabado sea Jesucristo


Tomas Cremades

lunes, 24 de octubre de 2016

El pecado nos humilla



“Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios”.

El pecado nos deja su rastro no solo en nuestra alma, sino incluso físicamente. Aquella mujer llevaba mucho tiempo subyugada por un espíritu hasta tal punto que andaba encorvada, mucho tiempo mirando siempre a tierra, mucho tiempo sin poder levantar la vista al cielo. Estaba moral y físicamente condenada a mirar solo las cosas de aquí abajo, la negra tierra; no podía elevar la vista hacia el esplendoroso azul del cielo, hacia lo de arriba, hacia lo sublime. El peso del pecado hacía que tuviera que andar hundida por la pesada y pecaminosa carga.

Ella parece que se ha acostumbrado a vivir de ese modo, se ha amoldado a esa manera de existir y, aun cuando esté en presencia de su salvación, Jesús, no se percata, parece que nada le hace salir de su rutina. Él es el que la llama, le da un toque de atención, la activa y le anuncia que queda libre de su enfermedad. La libera de las cadenas del maligno. Le quita la carga por la que está hundida, esclavizada y encorvada para que pueda erguirse, ponerse derecha y pueda levantar la vista. Pero a la vez que le habla hace un signo, una señal física para que ella reaccione: le impone las manos. Es necesario el roce de una mano amorosa. Es necesario que el amigo nos acaricie. Necesitamos sentir su tacto sobre nuestro hombro.

Solo entonces reacciona: se puso derecha y glorificaba a Dios. Solo entonces se percata de la gran carga de la que ha sido liberada y su reacción es el agradecimiento en forma de alabanza.

Señor, no dejes de poner tu amorosa mano sobre mis encorvados hombros. Necesito tu diario contacto para salir de mi vida terrenal. Necesito tu contacto para poder elevar mi mirada hacia lo celestial. Necesito tus constantes toques de atención para reaccionar, para darme cuenta que la salud y felicidad no está aquí abajo, sino allá arriba, junto a ti.


Pedro José Martínez Caparrós

sábado, 22 de octubre de 2016

Padre Nuestro misionero




Padre nuestro, que estás en el Cielo
Padre de Jesús, tu Enviado,
Padre de todos los bautizados,
Padre de los que te ignoran,
Padre de los que te combaten,
Padre de todos los hombres.

Santificado sea tu nombre
En toda la tierra,
en todas las culturas y pueblos,
en todas las razas de la universal familia humana,
como lo ha santificado tu Hijo Jesús,
siendo fiel a tu proyecto sobre Él y sobre el mundo.

Venga a nosotros tu Reino
Sí, que tu Reino de alegría,
de servicio, de compartir con los demás,
reine en la vida de los que te conocen;
y que los que vivan ya del espíritu de tu Reino sin saberlo,
te descubran en el corazón de sus vidas.

Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo
En la tierra, danos tu mirada limpia
de los santos del Cielo,
para servirte con un corazón sin divisiones
y un amor a los hermanos
semejante al que tú nos tienes.

Danos hoy nuestro pan de cada día
El pan de cuerpo y del espíritu,
el pan de la comunión contigo
y danos el compartir generosamente nuestro pan
con todos nuestros hermanos,
sin excluir a nadie.

Perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden
Las mías, lo mismo que las de mis hermanos.
Todas ellas juntas, son el obstáculo
para que tus planes sobre el hombre
y sobre el mundo se conviertan en realidad.

No nos dejes caer en la tentación
En ninguna tentación
y, sobre todo,
en la tentación contra la ESPERANZA
y contra la certeza de que Tú nos amas.

Líbranos del mal.
Amén.

(Oleada Joven)



viernes, 21 de octubre de 2016

Domingo 30 del Tiempo Ordinario



Bienaventurados los que tienen un corazón pobre

Es totalmente lógico. No se puede llenar un vaso, si previamente no está vacío, el hombre no puede llenarse de Dios, si previamente no está vacío de autosuficiencia. La parábola del fariseo y el publicano invita a tomar conciencia de un peligro que amenaza a toda persona religiosa practicante, como son el judaísmo y el cristianismo. Consiste en la idea que se tenga de la vida religiosa y de las obras anejas a ella: comercio o regalo.

En el primer caso, la persona actúa como el que está comprando la salvación a costa de sus obras y propio esfuerzo. El hombre reconoce la primacía de Dios, que impone las reglas, las acepta y realiza con su propio esfuerzo; como consecuencia de este contrato Dios está obligado  en justicia a cumplir lo pactado. El hombre está en el centro y busca su seguridad trabajando por su autoestima, por su buen nombre de cara a los demás y por su salvación eterna, comprándola a Dios. Así la vida religiosa se convierte en un mercantilismo con sus tendencias a rebajas y trapicheos. Esta visión ha pasado a la historia con el nombre de fariseísmo con referencia a las conductas que denunció Jesús y más tarde Pablo, pero fácilmente se da también entre los cristianos, cuando mercadean la salvación: “He hecho esto y esto, ¿me puedo quedar tranquilo?, preguntan algunos. O cuando creen que con sus obras están haciendo un favor a Dios:

¿Qué sería de Dios y la religión si yo no me comprometiera?

En el segundo caso el hombre se centra en Dios, de quien ha recibido inmerecidamente un doble regalo, el don de ser su hijo por medio de Jesús y la posibilidad de cooperar con él con humildad y acción de gracias. Ésta postura sitúa al hombre en su realidad existencial ante Dios: somos pobres creaturas, débiles y pecadoras; podemos trabajar en la obra de la salvación, pero siempre como pobres instrumentos.  Todo es gracia y misericordia.

En este contexto la vida religiosa es un diálogo de amor entre padre e hijo, un padre que quiere volcarse totalmente en el hijo en la medida en que éste se deja llenar, y un hijo que quiere responder, con sus altos y bajos, pero siempre en contexto de amor humilde. Aquí no hay lugar para el mercadeo: Dios me ama con amor total y me pide que le corresponda con amor total, lo que implica que hay que cooperar cada vez más con este amor: Sed misericordiosos como vuestro padre es misericordioso (Lc 6,36); amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y al prójimo como a ti mismo (Mt 22,37-39). La entrega total de Dios exige una entrega total del hombre que se debe traducir en la entrega a los hermanos, trabajando por sus necesidades espirituales y materiales. En este campo nunca se llega a la medida, siempre hay deudas, por lo hemos hecho mal y por lo que hemos dejado de hacer.

Por eso es necesario constantemente el perdón de Dios: perdónanos nuestras deudas... (Mt 6,12).  La segunda lectura presenta el ejemplo de Pablo: es consciente de que todo lo debe a la misericordia a Dios (cf 1 Tim 1,12-17) y agradece el haber cooperado hasta el final. No se trata de ocultar las buenas obras realizadas, sino de vivirlas y presentarlas como regalo de Dios, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro padre que está en los cielos (Mt 5,16).

Jesús declara bienaventurada esta actitud en la primera bienaventuranza (Mt 5,3): pobre de espíritu o corazón pobre es el que reconoce su situación existencial ante Dios, limitado, pecador, instrumento en sus manos. Jesús lo felicita primero porque es señal de que Dios le ha dado un corazón nuevo, y después porque está cooperando. Y por eso anima a continuar cooperando hasta llegar a la plenitud. Realmente  “quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 9,15).

Ésta debe ser la actitud del cristiano en la celebración de la Eucaristía, que es toda ella acción de gracias. No se trata de asistir para  “quedarse tranquilo”, ni de hacer un favor a Dios, sino de agradecer al Padre por medio de Jesús los dones que nos da: la vida y la salud, el perdón, el ser sus hijos, el ser miembros de su familia, la capacidad de pensar y obrar bien, las buenas obras realizadas, la promesa de compartir plenamente su felicidad. Y de pedir la gracia de cooperar y superar las dificultades.


D. Antonio Rodríguez Carmona

jueves, 20 de octubre de 2016

Jacob y la escala misteriosa.



Hay un bellísimo relato lleno de connotaciones bíblicas en el texto que se lee en Génesis (28,10)

Resulta que Jacob, huyendo de su hermano Esaú, que ha decidido matarle, cansado, del camino que le conduce a casa de su tío Labán, hermano de Rebeca , su madre, camino de Jarán, se dispone a pasar la noche.

Y allí tiene un sueño misterioso: Soñó con una escalera apoyada en tierra, cuya cima tocaba los cielos, y vio que los ángeles subían y bajaban por ella. Vio también que Yahvé estaba sobre ella, y que le decía: “Yo soy Yahvé, el Dios de tu padre Abrahán, y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía; y por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra, y por tu descendencia. Yo estoy contigo, te guardaré por donde vayas y te devolveré a este solar”

Hay diversas interpretaciones de este texto, de por sí ya misterioso. La escala que soñó Jacob no es otra escala que el mismo Jesucristo, que, tocando la tierra en su venida de las entrañas purísimas de la Virgen María, se eleva hasta el Cielo. Él mismo lo profetizó en el capítulo 1 de Juan:

Es en el encuentro de Felipe con Natanael (que más tarde se llamará Bartolomé); Felipe anuncia a Natanael que ha encontrado al Mesías; y, al presentarse a Jesús, éste le dice: “…Ahí tenéis a un israelita de verdad en quien no hay engaño…” (Jn 1,47)

Se entabla un diálogo entre ambos, lleno de catequesis bíblicas, y al fin Jesús dice: “…en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.” (Jn 1, 50)

 Jesucristo es, pues, esta Escalera, que es al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo de los hombres, por medio de nuestra Madre la Virgen María.

Jesucristo, en la Cruz, también nos recuerda esta simbología: la Cruz, compuesta de dos maderos, uno vertical, que toca la tierra y se eleva hasta el cielo, de Dios a los hombres; otro horizontal, que nos recuerda que la salvación es igualmente posible para todos los hombres, pues Dios no hace acepción de personas. Es la escala de Jacob.  

De la misma forma que el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba hacia abajo, en la muerte del Señor.

Hay un pensamiento bellísimo que nos recuerda a nuestra Madre María: ella está puesta entre Dios y los hombres como Medianera Universal, según nos cuenta la Tradición Apostólica, y Cristo, Mediador-escala- entre el Padre y nosotros.

En la carta a Timoteo Pablo nos dice: “…Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo, como rescate por todos…” (1 Tim, 2, 5)

Alabado sea Jesucristo


Tomas Cremades

miércoles, 19 de octubre de 2016

Iglesia misionera, testigo de Misericordia





Queridos hermanos y hermanas:

El Jubileo extraordinario de la Misericordia, que la Iglesia está celebrando, ilumina también de modo especial la Jornada Mundial de las Misiones 2016: nos invita a ver la misión ad gentes como una grande e inmensa obra de misericordia tanto espiritual como material. En efecto, en esta Jornada Mundial de las Misiones, todos estamos invitados a «salir», como discípulos misioneros, ofreciendo cada uno sus propios talentos, su creatividad, su sabiduría y experiencia en llevar el mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda la familia humana. En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por los que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio» (Bula Misericordiae vultus, 12), y de proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer, hombre, anciano, joven y niño.

La misericordia hace que el corazón del Padre sienta una profunda alegría cada vez que encuentra a una criatura humana; desde el principio, él se dirige también con amor a las más frágiles, porque su grandeza y su poder se ponen de manifiesto precisamente en su capacidad de identificarse con los pequeños, los descartados, los oprimidos (cf. Dt 4,31; Sal 86,15; 103,8; 111,4). Él es el Dios bondadoso, atento, fiel; se acerca a quien pasa necesidad para estar cerca de todos, especialmente de los pobres; se implica con ternura en la realidad humana del mismo modo que lo haría un padre y una madre con sus hijos (cf. Jr 31,20). El término usado por la Biblia para referirse a la misericordia remite al seno materno: es decir, al amor de una madre a sus hijos, esos hijos que siempre amará, en cualquier circunstancia y pase lo que pase, porque son el fruto de su vientre. Este es también un aspecto esencial del amor que Dios tiene a todos sus hijos, especialmente a los miembros del pueblo que ha engendrado y que quiere criar y educar: en sus entrañas, se conmueve y se estremece de compasión ante su fragilidad e infidelidad (cf. Os 11,8). Y, sin embargo, él es misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y es cariñoso con todas las criaturas (cf. Sal 144.8-9).

La manifestación más alta y consumada de la misericordia se encuentra en el Verbo encarnado. Él revela el rostro del Padre rico en misericordia, «no sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica» (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 2). Con la acción del Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por medio del Evangelio y de los sacramentos, podemos llegar a ser misericordiosos como nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él nos ama y haciendo que nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo de su bondad (cf. Bula Misericordiae vultus, 3). La Iglesia es, en medio de la humanidad, la primera comunidad que vive de la misericordia de Cristo: siempre se siente mirada y elegida por él con amor misericordioso, y se inspira en este amor para el estilo de su mandato, vive de él y lo da a conocer a la gente en un diálogo respetuoso con todas las culturas y convicciones religiosas.

Muchos hombres y mujeres de toda edad y condición son testigos de este amor de misericordia, como al comienzo de la experiencia eclesial. La considerable y creciente presencia de la mujer en el mundo misionero, junto a la masculina, es un signo elocuente del amor materno de Dios. Las mujeres, laicas o religiosas, y en la actualidad también muchas familias, viven su vocación misionera de diversas maneras: desde el anuncio directo del Evangelio al servicio de caridad. Junto a la labor evangelizadora y sacramental de los misioneros, las mujeres y las familias comprenden mejor a menudo los problemas de la gente y saben afrontarlos de una manera adecuada y a veces inédita: en el cuidado de la vida, poniendo más interés en las personas que en las estructuras y empleando todos los recursos humanos y espirituales para favorecer la armonía, las relaciones, la paz, la solidaridad, el diálogo, la colaboración y la fraternidad, ya sea en el ámbito de las relaciones personales o en el más grande de la vida social y cultural; y de modo especial en la atención a los pobres.

En muchos lugares, la evangelización comienza con la actividad educativa, a la que el trabajo misionero le dedica esfuerzo y tiempo, como el viñador misericordioso del Evangelio (cf. Lc 13.7-9; Jn 15,1), con la paciencia de esperar el fruto después de años de lenta formación; se forman así personas capaces de evangelizar y de llevar el Evangelio a los lugares más insospechados. La Iglesia puede ser definida «madre», también por los que llegarán un día a la fe en Cristo. Espero, pues, que el pueblo santo de Dios realice el servicio materno de la misericordia, que tanto ayuda a que los pueblos que todavía no conocen al Señor lo encuentren y lo amen. En efecto, la fe es un don de Dios y no fruto del proselitismo; crece gracias a la fe y a la caridad de los evangelizadores que son testigos de Cristo. A los discípulos de Jesús, cuando van por los caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide, sino que tiende más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor; anunciamos el don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y su amor.

Todos los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios para todos. Esto es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia puede traer alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato del Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20) no está agotado, es más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a sentirnos llamados a una nueva «salida» misionera, como he señalado también en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (20).

En este Año jubilar se cumple precisamente el 90 aniversario de la Jornada Mundial de las Misiones, promovida por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y aprobada por el Papa Pío XI en 1926. Por lo tanto, considero oportuno volver a recordar la sabias indicaciones de mis predecesores, los cuales establecieron que fueran destinadas a esta Obra todas las ofertas que las diócesis, parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de todo el mundo pudieran recibir para auxiliar a las comunidades cristianas necesitadas y para fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la tierra. No dejemos de realizar también hoy este gesto de comunión eclesial misionera. No permitamos que nuestras preocupaciones particulares encojan nuestro corazón, sino que lo ensanchemos para que abarque a toda la humanidad.

Que Santa María, icono sublime de la humanidad redimida, modelo misionero para la Iglesia, enseñe a todos, hombres, mujeres y familias, a generar y custodiar la presencia viva y misteriosa del Señor Resucitado, que renueva y colma de gozosa misericordia las relaciones entre las personas, las culturas y los pueblos.

Francisco
Vaticano, 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés
Texto publicado en www.vatican.va

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lunes, 17 de octubre de 2016

Queremos un mundo...



Espíritu Santo, ven
y ayúdanos a construir, con fidelidad,
nuestros deseos.
Los hombres y mujeres de hoy necesitan
nuestros sueños.

Queremos un mundo
donde trabajar sea un gozo,
y no sólo una obligación;
donde para respirar no necesitemos mascarillas,
donde, además de comer, podamos sonreír.

Queremos un mundo sin tensiones,
donde la guerra no sea la última palabra,
donde la vida no sea maltratada,
donde los niños puedan jugar, reír, correr.

Queremos un mundo más humano,
donde, para salir adelante,
no tengamos que convertirnos en máquinas
y donde no nos ahoguen las tristezas,
las inseguridades, los miedos al porvenir.

Queremos un mundo más cercano,
donde podamos darnos la mano unos a otros,
donde podamos contagiarnos de esperanza,
donde podamos sentirnos hermanos de verdad

Espíritu Santo, haz que resplandezca tu luz
en nuestro espíritu;
infunde el amor en nuestros corazones;
sostén la debilidad de nuestro cuerpo,
aleja de nosotros al enemigo,
apresúrate a darnos la paz,
a fin de que iluminados por Ti,
evitemos todo mal
y podamos amar con generosidad.


domingo, 16 de octubre de 2016

Vamos “in crescendo”

                                                  

Un grano de mostaza un día se convirtió en un grano de trigo… Sí, vamos creciendo en la fe con argumentos de Dios. Hora tras hora y día tras día, sentir cómo Dios no deja a sus amigos por nada del mundo.

Mi fe me hizo lanzar la Misericordia de Dios y hoy Domingo he visto Su Gracia: Amigos que no sabían que era el Año Santo de las Indulgencias Plenarias, se acercaron a la Basílica de Santa Gema, para recibir el Perdón de Dios.

Confesar, comulgar, un Padre Nuestro por el Papa y un acto de caridad… Lo hicieron en nombre de sus almas confiando en Dios.

Hoy es un día de milagros, hoy están limpios ante Dios. ¡Genial, Dios mío! No sabes cómo te lo agradezco, porque además hoy es el Evangelio dedicado a darte Gracias y gracias Te elevo en verdad.

No soy más que un instrumento Tuyo y así quiero seguir, pase lo que pase. No te apartes de mí ni un minuto Jesús, para que mi fe crezca sin parar y junto a la humildad y esperanza en la adversidad, sean para mí, mi familia, amigos y almas que se me acerquen, nuestra vida en la tierra.

¡Fíjate cuánto pido! Sé que es TODO y todo lo quiero. Me lo darás y lo sé, pero ¿qué Te doy a cambio? Espera… Ya sé, mi sufrimiento, mi alegría y mi morada, como hicieron los Profetas ofreciéndote sus tiendas…

¡Gracias!  

Emma Díez Lobo

     


sábado, 15 de octubre de 2016

Domingo 29 del Tiempo Ordinario




perseverar en la oración

        Jesús invita a perseverar en las diversas formas de oración, pues es propio de un hijo el relacionarse con su padre dando gracias, alabando y también pidiendo. Hay quién dice que la oración de petición no tiene sentido, pues Dios ya sabe lo que nos sucede y no es necesario dárselo a conocer. Es verdad que Dios lo sabe, lo dice el mismo Jesús (Lc 12,30), y, a pesar de eso, nos dice que pidamos. Dios no quiere que pidamos para darle a conocer lo que ya sabe, sino para que nos presentemos ante él como pobres y necesitados. Y cuando se pide por otros, lo que le agrada es vernos solidarios con las necesidades de los demás.

        La parábola que se ha proclamado en el Evangelio enseña directamente la necesidad de perseverar en la petición, sin cansarse, a pesar de que aparentemente Dios no escucha. Si la insistencia es capaz de cambiar al juez indispuesto, ¡cuánto más a Dios, que está dispuesto! Ciertamente, escuchará sin tardar.

El problema está en lo que pedimos y cómo lo pedimos. Nuestra petición nunca puede ser dictar a Dios lo que tiene que darnos. Es legitimo que expresemos  nuestra petición pidiendo algo concreto, pero sin matiz de dictado, como si nosotros supiéramos mejor que Dios lo que necesitamos. El Padre es el que realmente sabe lo mejor para cada uno, siempre oye, y da lo que más conviene. Por eso toda oración de petición debe ser un acto de fe y confianza en la bondad del Padre.

La experiencia de Jesús en Getsemaní es aleccionadora: empieza la oración lleno de temor y angustia (Mc 14,33), pide en concreto que pase el cáliz; el Padre le oye, dándole no lo que pedía concretamente  sino ánimo para afrontar la muerte, que era lo mejor para consumar su obra. El Padre siempre oye, pero a su manera y en su tiempo. De aquí la necesidad de perseverar para acoger lo mejor que nos dará el Padre, pero en su tiempo.

La misma perseverancia ya es respuesta de Dios, pues crea un corazón humilde y confiado en su providencia, capaz de recibir los grandes dones, que el Padre desea darnos. Pero, dada la mentalidad utilitaria reinante, “¿encontrará el Hijo del hombre cuando venga esta fe en la tierra?” Desgraciadamente más de uno ha dejado la oración como inútil, pues cree que Dios no le oye.

        En el Padrenuestro Jesús nos da las líneas generales de toda oración cristiana: sintonizar con Dios nuestro padre, alabarlo (santificado...), identificarnos con su plan salvador a favor de toda la humanidad (Venga tu reino). Y en este contexto, peticiones por nuestras necesidades existenciales. La primera, el “pan” nuestro y todas las necesidades materiales, pero junto a esto otras peticiones importantes para la vida cristiana: la virtud de la penitencia (recibir constantemente su perdón y capacitarnos para que perdonemos) y superar la tentación, especialmente la gran tentación de perder la fe. Las peticiones del cristiano no pueden quedar encerradas en el pequeño círculo de sus necesidades materiales inmediatas.

        Perseverar en la Eucaristía, la gran oración cristiana. Sin ella no hay vida cristiana ni comunidad cristiana. Jesús nos mandó celebrarla para que todas las generaciones se beneficien de su obra salvadora. En ella damos gracias, alabamos y pedimos como miembros del pueblo de Dios por todas las necesidades de la Iglesia y la humanidad. Frente a una mentalidad utilitarista, hay que descubrir su riqueza, conociendo sus diversos elementos; prepararse para participar, leyendo previamente las lecturas y pensando un compromiso concreto... Todo, menos la rutina.


Rvdo. don Antonio Rodríguez Carmona