viernes, 21 de octubre de 2016

Domingo 30 del Tiempo Ordinario



Bienaventurados los que tienen un corazón pobre

Es totalmente lógico. No se puede llenar un vaso, si previamente no está vacío, el hombre no puede llenarse de Dios, si previamente no está vacío de autosuficiencia. La parábola del fariseo y el publicano invita a tomar conciencia de un peligro que amenaza a toda persona religiosa practicante, como son el judaísmo y el cristianismo. Consiste en la idea que se tenga de la vida religiosa y de las obras anejas a ella: comercio o regalo.

En el primer caso, la persona actúa como el que está comprando la salvación a costa de sus obras y propio esfuerzo. El hombre reconoce la primacía de Dios, que impone las reglas, las acepta y realiza con su propio esfuerzo; como consecuencia de este contrato Dios está obligado  en justicia a cumplir lo pactado. El hombre está en el centro y busca su seguridad trabajando por su autoestima, por su buen nombre de cara a los demás y por su salvación eterna, comprándola a Dios. Así la vida religiosa se convierte en un mercantilismo con sus tendencias a rebajas y trapicheos. Esta visión ha pasado a la historia con el nombre de fariseísmo con referencia a las conductas que denunció Jesús y más tarde Pablo, pero fácilmente se da también entre los cristianos, cuando mercadean la salvación: “He hecho esto y esto, ¿me puedo quedar tranquilo?, preguntan algunos. O cuando creen que con sus obras están haciendo un favor a Dios:

¿Qué sería de Dios y la religión si yo no me comprometiera?

En el segundo caso el hombre se centra en Dios, de quien ha recibido inmerecidamente un doble regalo, el don de ser su hijo por medio de Jesús y la posibilidad de cooperar con él con humildad y acción de gracias. Ésta postura sitúa al hombre en su realidad existencial ante Dios: somos pobres creaturas, débiles y pecadoras; podemos trabajar en la obra de la salvación, pero siempre como pobres instrumentos.  Todo es gracia y misericordia.

En este contexto la vida religiosa es un diálogo de amor entre padre e hijo, un padre que quiere volcarse totalmente en el hijo en la medida en que éste se deja llenar, y un hijo que quiere responder, con sus altos y bajos, pero siempre en contexto de amor humilde. Aquí no hay lugar para el mercadeo: Dios me ama con amor total y me pide que le corresponda con amor total, lo que implica que hay que cooperar cada vez más con este amor: Sed misericordiosos como vuestro padre es misericordioso (Lc 6,36); amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y al prójimo como a ti mismo (Mt 22,37-39). La entrega total de Dios exige una entrega total del hombre que se debe traducir en la entrega a los hermanos, trabajando por sus necesidades espirituales y materiales. En este campo nunca se llega a la medida, siempre hay deudas, por lo hemos hecho mal y por lo que hemos dejado de hacer.

Por eso es necesario constantemente el perdón de Dios: perdónanos nuestras deudas... (Mt 6,12).  La segunda lectura presenta el ejemplo de Pablo: es consciente de que todo lo debe a la misericordia a Dios (cf 1 Tim 1,12-17) y agradece el haber cooperado hasta el final. No se trata de ocultar las buenas obras realizadas, sino de vivirlas y presentarlas como regalo de Dios, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro padre que está en los cielos (Mt 5,16).

Jesús declara bienaventurada esta actitud en la primera bienaventuranza (Mt 5,3): pobre de espíritu o corazón pobre es el que reconoce su situación existencial ante Dios, limitado, pecador, instrumento en sus manos. Jesús lo felicita primero porque es señal de que Dios le ha dado un corazón nuevo, y después porque está cooperando. Y por eso anima a continuar cooperando hasta llegar a la plenitud. Realmente  “quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 9,15).

Ésta debe ser la actitud del cristiano en la celebración de la Eucaristía, que es toda ella acción de gracias. No se trata de asistir para  “quedarse tranquilo”, ni de hacer un favor a Dios, sino de agradecer al Padre por medio de Jesús los dones que nos da: la vida y la salud, el perdón, el ser sus hijos, el ser miembros de su familia, la capacidad de pensar y obrar bien, las buenas obras realizadas, la promesa de compartir plenamente su felicidad. Y de pedir la gracia de cooperar y superar las dificultades.


D. Antonio Rodríguez Carmona

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