lunes, 31 de octubre de 2016

Luces y sombras del culto a los muertos



La llegada del otoño con sus hojas amarillas que van cayendo de los árboles nos ayuda a comprender fácilmente lo que significa el final de la vida. Es precisamente en el otoñal mes de noviembre cuando la Iglesia tiene un recuerdo especial para los difuntos.

El otoño tiene su parte de tristeza, pero no le falta su encanto, tal vez porque es el tiempo en que ya se termina la recolección de los frutos del campo. También la muerte, siempre triste, es como el tiempo de la cosecha.

Podemos decir que el culto a los muertos es tan antiguo como el hombre. Y siempre ha sido un elemento fundamental en todas las religiones. No podía ser de otra manera. El hombre, amante de la vida, se resiste a morir para siempre. Un deseo tan universal y tan profundo no puede ser un deseo ciego sin posibilidad de verse cumplido.
En los tiempos actuales, a pesar de la enorme plaga de increencia, es el hecho inevitable y constante de la muerte el que hace que el hombre no prescinda absolutamente de la religión. Todos los días los medios de comunicación nos hablan de muertes. Tal vez por referirse a personas lejanas a nosotros podemos acostumbrarnos a este tipo de noticias sin que nos impresione demasiado. Pero de cuando en cuando la visita de la muerte llega a nuestro mundo concreto y cercano de familiares, amigos, vecinos… Entonces es más fácil que nos haga reflexionar sobre lo que es la vida. De hecho entre nosotros la muerte tiene mucho poder de convocatoria y cada vez acude más gente a los entierros, tal vez porque los medios de comunicación lo hacen más factible.
Ello es siempre positivo, aunque sólo fuera por aquello de que el enterrar a los muertos es una obra de misericordia. Si además se aprovecha para orar y escuchar la palabra de Dios, pues será más positivo todavía.
La fiesta de Todos los Santos tal y como se viene celebrando es un signo más que puede ayudar, aunque sólo sea una vez al año, a no perder de vista la dimensión trascendente del hombre y a preguntarnos por el sentido último de la vida.
Ahora bien, convendría resaltar ciertas sombras existentes en este terreno del culto a los muertos:
– Nuestro Dios es un Dios de vivos y la práctica religiosa no debe limitarse solamente al culto a los muertos. Sin menospreciar la buena fe de aquellos que tienen por costumbre ir a los entierros e incluso a Misas por difuntos, hay que reconocer que el cristiano tiene el deber de dar culto a Dios también en otras ocasiones, reducir la práctica religiosa a sólo estos momentos supone un empobrecimiento que necesariamente habrá de dar una visión fúnebre del cristianismo. Privarse de la gozosa celebración de la Misa dominical, por ejemplo, es renunciar a lo que puede dar una enorme dosis de ilusión y esperanza.
– El culto a los muertos no puede reducirse a un mero acto de sociedad. Ir a los entierros o a las Misas por los muertos por mero compromiso, para ser visto por los familiares del difunto no deja de ser una manera más de guardar las apariencias. Y si algo rechazó Jesús, fue la hipocresía. Si además uno es cristiano y no participa de corazón en todo lo que supone la celebración cristiana de la muerte, está cayendo en una gran contradicción e incoherencia. Dígase esto de quienes pudiendo entrar en la Iglesia no entran o se ponen a charlar en lugar de rezar o guardar el silencio sagrado.
– El valor de la Misa es infinito. La Misa en realidad nunca es por un solo difunto, sino por todos. Y por supuesto no depende del número de personas que asistan ni del lugar en que se celebre. Hay quien piensa que si él u otras personas no asisten ya no vale. Del mismo modo algunos sólo van cuando es por “sus” muertos, por los de algún amigo o conocido… Pero, sobre todo, olvidan que la Misa no fue instituida primordialmente para rogar por los muertos, sino para reunir a cristianos y vivir la presencia de Cristo en ella.
– Las celebraciones por los difuntos (entierros, aniversarios, misas…) son con frecuencia la ocasión que algunos tienen para entrar en contacto con la iglesia. Diríase que es una ocasión privilegiada que los sacerdotes, deberían aprovechar pastoralmente. En primer lugar, hoy que la técnica lo permite habría que cuidar que la voz, llegue a todos, también a los que se quedan fuera de la Iglesia por falta de espacio y que suelen ser doble o triple de los que entran. Un simple altavoz puede resolver el problema. Pero es preciso también cuidar todos los detalles de la celebración y, sobre todo, evitar el efecto contrario: alejar más a los que ya están bastante alejados.
– Puesto que la muerte es una experiencia evocadora de lo religioso, sepamos servirnos de ella como un elemento dinamizador de nuestra vida de creyentes.

J. Jáuregui

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