martes, 30 de mayo de 2017

Echa las redes



Desde que Tú te fuiste
no hemos pescado nada.
Llevamos veinte siglos
echando inútilmente
las redes de la vida,
y entre sus mallas
sólo pescamos el vacío.
Vamos quemando horas
y el alma sigue seca.
Nos hemos vuelto estériles
lo mismo que una tierra
cubierta de cemento.
¿Estaremos ya muertos?
¿Desde hace cuántos años no nos hemos reído?
¿Quién recuerda la última vez que amamos?

Y una tarde Tú vuelves y nos dices:
«Echa la red a tu derecha,
atrévete de nuevo a confiar,
abre tu alma,
saca del viejo cofre
las nuevas ilusiones,
dale cuerda al corazón,
levántate y camina».
Y lo hacemos sólo por darte gusto.
Y, de repente, nuestras redes rebosan alegría,
nos resucita el gozo
y es tanto el peso de amor
que recogemos
que la red se nos rompe cargada
de ciento cincuenta esperanzas.
¡Ah, Tú, fecundador de almas: llégate a nuestra orilla,
camina sobre el agua
de nuestra indiferencia,
devuélvenos, Señor, a tu alegría

José Luis Martín Descalzo 

lunes, 29 de mayo de 2017

El traje de fiesta.


En el Evangelio de Mateo, se relata algo que podríamos decir,  sorprendente. Y cuando la Palabra de Dios sorprende, porque se aparta de nuestros parámetros, hay que pararse a meditar, e implorar del Espíritu que sople en la dirección adecuada a nuestra necesidad…

Habla de un rey que celebra un banquete de bodas de su hijo e invita a los comensales. Ninguno quiso ir, todos tenían importantes negocios que atender. Volvió por segunda vez a invitar, anunciando que la mesa está preparada, y obtuvo la misma respuesta. Envió a sus criados a los caminos, e invitó a todos los que encontraron. Buenos y malos. Y comenzó el banquete. El rey fue saludando a cada uno, y al reparar a uno que “no llevaba traje de fiesta”, le preguntó: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?” Éste no contestó. Entonces el rey mandó que le echaran a las tinieblas. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. (Mt 22,1-14)

El Padre Dios nos invita a la boda de su Hijo Jesucristo. Son las Bodas del Cordero Pascual, la metáfora del Cielo que Dios nos quiere regalar. Pero nosotros estamos demasiado ocupados, para tener que ocuparnos de los asuntos de Dios: ¡ya me convertiré!, pensamos. Y Dios envía profetas, anunciadores de su Palabra, envía mensajeros…no escuchamos. Y cuesta creer que alguien no esté interesado en acudir a una fiesta donde hay vino, música, buena comida, alegría…Pero es que la fiesta que nos ofrece Dios no es nuestra fiesta. Queremos todo eso, ¡sí!, pero a nuestro modo. Queremos una fiesta como la quería el hijo mayor del Evangelio del “Hijo Pródigo”; una fiesta con mis amigos, en donde no tiene que estar mi Padre.

Y el rey sale a los caminos, sale a buscar quién quiere asistir a su fiesta. Por eso dirá Jesús: “…Si alguno me ama guardará mi Palabra…” ( Jn 14,23). Ya Jesús cuenta con que a lo mejor, alguno guarda su Palabra. Y el Rey sale a ver si hay alguno que quiere ir a la boda. ¿Hay mayor humildad? Él es el Rey de Reyes, y duda del amor de todos!!!

Y sale al encuentro de los nuevos invitados. Y los recibe uno a uno; Dios los llama por su nombre, uno a uno, como el Buen Pastor-Jesucristo-, que llama una a una a sus ovejas, y las conoce por su nombre. Y encuentra a uno que no llevaba el traje de fiesta. No estaba preparado para la fiesta, no estaba en Gracia de Dios. Y le saluda con las mismas palabras con que Jesucristo recibió a Judas el momento de la traición: le llama Amigo.

Realmente, muchos son los llamados, pero pocos los que oyen su Mensaje, su Evangelio, su Palabra; son pocos los elegidos.

Procuremos llevar siempre este traje de fiesta del Señor, que es su Gracia santificante, para entrar en el Banquete del Reino, en el Banquete de las Bodas del Cordero, de Jesucristo, con nuestra alma.

Alabado sea Jesucristo

Tomas Cremades Moreno


domingo, 28 de mayo de 2017

Abrir el horizonte


Ocupados solo en el logro inmediato de un mayor bienestar y atraídos por pequeñas aspiraciones y esperanzas, corremos el riesgo de empobrecer el horizonte de nuestra existencia perdiendo el anhelo de eternidad. ¿Es un progreso? ¿Es un error?

Hay dos hechos que no es difícil comprobar en este nuevo milenio en el que vivimos desde hace unos años. Por una parte está creciendo en la comunidad humana la expectativa y el deseo de un mundo mejor. No nos contentamos con cualquier cosa: necesitamos progresar hacia un mundo más digno, más humano y dichoso.

Por otra está creciendo al mismo tiempo el desencanto, el escepticismo y la incertidumbre ante el futuro. Hay tanto sufrimiento absurdo en la vida de las personas y de los pueblos, tantos conflictos envenenados, tales abusos contra el planeta, que no es fácil mantener la fe en el ser humano.

Es cierto que el desarrollo de la ciencia y la tecnología están logrando resolver muchos males y sufrimientos. En el futuro se lograrán, sin duda, éxitos todavía más espectaculares. Aún no somos capaces de intuir la capacidad que se encierra en el ser humano para desarrollar un bienestar físico, psíquico y social.

Pero no sería honesto olvidar que este desarrollo prodigioso nos va «salvando» solo de algunos males y solo de manera limitada. Ahora precisamente que disfrutamos cada vez más del progreso humano empezamos a percibir mejor que el ser humano no puede darse a sí mismo todo lo que anhela y busca.

¿Quién nos salvará del envejecimiento, de la muerte inevitable o del poder extraño del mal? No nos ha de sorprender que muchos comiencen a sentir la necesidad de algo que no es ni técnica ni ciencia, tampoco ideología o doctrina religiosa. El ser humano se resiste a vivir encerrado para siempre en esta condición caduca y mortal. Busca un horizonte, necesita una esperanza más definitiva.
No pocos cristianos viven hoy mirando exclusivamente a la tierra. Al parecer no nos atrevemos a levantar la mirada más allá de lo inmediato de cada día. En esta fiesta cristiana de la Ascensión del Señor quiero recordar unas palabras de aquel gran científico y místico que fue P. Teilhard de Chardin: «Cristianos a solo veinte siglos de la Ascensión. ¿Qué habéis hecho de la esperanza cristiana?».

En medio de interrogantes e incertidumbres, los seguidores de Jesús seguimos caminando por la vida trabajados por una confianza y una convicción. Cuando parece que la vida se cierra o se extingue, Dios permanece. El misterio último de la realidad es un misterio de amor salvador. Dios es una puerta abierta a la vida eterna. Nadie la puede cerrar.


Ed. Buenas Noticias

sábado, 27 de mayo de 2017

VII Domingo de Pascua La Ascensión del Señor.


Testigos de Cristo resucitado

        La glorificación de Jesús es un aspecto inseparable de su resurrección. Puesto que el vocabulario básico empleado por los primeros testigos de la resurrección era ambiguo –resucitar, revivir-, pues “resucitar” podía referirse a volver a la misma vida terrena que tenía antes o a una vida superior, divina, desde el primer momento emplearon también para romper esta ambigüedad un vocabulario de exaltación divina: fue glorificado, está sentado a la derecha de Dios. Afirman así que Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido glorificado y con su glorificación ha conseguido la salvación para toda la humanidad (segunda lectura). Por otra parte, los primeros testigos recuerdan que hubo un período de apariciones, durante el cual el Glorificado confirmó a un grupo como testigos cualificados de su resurrección, y que este período terminó con una aparición final en la que Jesús los envió al mundo como testigos (Evangelio). Lucas explicita esta última aparición (primera lectura), que celebra hoy la Iglesia y a él debemos acudir para ver con qué sentido y finalidad lo hace.

        Jesús ha sido glorificado y con ello todos los hombres tienen la posibilidad del perdón de sus pecados, de ser hijos de Dios, de tomar posesión de la “morada” que nos ha conseguido, de compartir su resurrección, y  de recibir el Espíritu que les ayude para ello. Pero es necesario que cada uno se entere y lo acepte, ratificando el camino de Jesús por la fe, el bautismo y una vida de amor y servicio. Este conocimiento y aceptación debe tener lugar a lo largo de la historia. El problema de fondo no es si habrá o no habrá cosecha, pues ya se ha conseguido con la glorificación de Jesús, sino el de la respuesta humana y el reparto de la cosecha que Dios quiere que llegue a todos.

        Para hacer efectivo este plan, Jesús ha creado un grupo de testigos cualificados. Lo hizo durante “cuarenta días” (en la mentalidad judía antigua la duración de un curso completo) con apariciones especiales. La Iglesia es consciente de que su fe se apoya en la gracia del Espíritu y en el testimonio apostólico de los testigos cualificados  creados y enviados por Jesús.

        En la aparición final (primera lectura) Jesús envía a estos testigos que deben dar testimonio con la ayuda del Espíritu; un ángel explica que ésta será su tarea hasta la venida de Jesús en su parusía. Con esto se nos enseña que el intervalo entre la ascensión y la parusía es el tiempo de la Iglesia y que éste básicamente es tiempo de testimonio de la resurrección de Jesús, que se manifestará de nuevo en su parusía a toda la humanidad para hacer plenamente efectiva toda su obra salvadora. Por su parte, Mateo (Evangelio) explicita el mandato misionero: su origen es la plenitud de poder salvador ya conseguida por Jesús (se me ha dado todo poder…), su finalidad es crear un discipulado especial. Si discípulo es aprender y asumir el tipo de vida de un maestro, aquí se trata de compartir la vida trinitaria y vivir de acuerdo con ella para lo que cuentan con las enseñanzas de Jesús (bautizar  es sumergir; en este caso sumergiéndose en la vida trinitaria: el Espíritu une a Jesús y Jesús lleva al Padre). Para esta tarea el Glorificado estará dinámicamente presente en su Iglesia.

        Celebrar la Ascensión de Jesús es renovar la vocación al testimonio, tarea básica de todo cristiano. Testimonio es tarea de testigos, es decir, de personas que han “visto y oído”. Es un don y una tarea que hemos de cultivar. Se trata de un testimonio que hay quedar con optimismo, conscientes de que la cosecha es segura y de que contamos con la ayuda del Espíritu. En la Iglesia habrá  fracasos y derrotas  parciales, pero la última palabra la tiene Cristo. Igualmente hay que dar testimonio con fidelidad a los testigos apostólicos creados por Jesús, que junto con el Espíritu, son los garantes del camino que debemos recorrer. Viviendo en comunión estos, “vemos, oímos y tocamos” como ellos (1 Jn 1,1-4). Finalmente hay que ser conscientes de que nuestra tarea tiene que ser responsable, pues de ella hay que responder a Jesús en su la parusía.

        La Eucaristía se celebra en el tiempo del testimonio,  recordando la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, mientras esperamos su venida gloriosa. En ella el Glorificado nos invita a verle y oírle para ser sus testigos veraces.


Dr. Antonio Rodríguez Carmona

viernes, 26 de mayo de 2017

Moler trigo o malas hierbas


 Con la jor­na­da de las co­mu­ni­ca­cio­nes so­cia­les, la Igle­sia nos quie­re ayu­dar a ser trans­mi­so­res de bue­nas no­ti­cias tan­to el ám­bi­to pro­fe­sio­nal como en el de las re­la­cio­nes per­so­na­les.

El papa Fran­cis­co nos ex­hor­ta a una co­mu­ni­ca­ción cons­truc­ti­va que, re­cha­zan­do todo pre­jui­cio, fo­men­te una cul­tu­ra del en­cuen­tro que ayu­de a mi­rar la reali­dad con au­tén­ti­ca con­fian­za. La men­te del hom­bre está siem­pre en ac­ción y no pue­de de­jar de “mo­ler” lo que re­ci­be, pero está de nues­tra mano de­ci­dir qué ma­te­rial le ofre­ce­mos. Es una lla­ma­da a la res­pon­sa­bi­li­dad ya la trans­pa­ren­cia in­for­ma­ti­va.

So­mos in­vi­ta­dos a bus­car un es­ti­lo co­mu­ni­ca­ti­vo abier­to y crea­ti­vo, que no dé todo el pro­ta­go­nis­mo al mal, sino que mues­tre las po­si­bles so­lu­cio­nes, fa­vo­re­cien­do una ac­ti­tud ac­ti­va y res­pon­sa­ble en las per­so­nas a las que va di­ri­gi­da la no­ti­cia. Por pro­pia de­fi­ni­ción que nos orien­ta es el Evan­ge­lio, pa­la­bra que sig­ni­fi­ca “bue­na no­ti­cia”. Para los cris­tia­nos, esta “bue­na no­ti­cia”, más que una in­for­ma­ción, es una per­so­na, es Je­sús. Por ello, he­mos de mo­ler tri­go y no ma­las hier­bas, ya que Je­sús nos dice cuál debe ser la ca­li­dad de nues­tra for­ma de co­mu­ni­car­nos.
El pe­rio­dis­ta y cual­quier pro­fe­sio­nal y téc­ni­co de la co­mu­ni­ca­ción tie­ne la po­si­bi­li­dad de acen­tuar el tono po­si­ti­vo o ne­ga­ti­vo de la in­for­ma­ción que quie­re trans­mi­tir. Sus ojos con­di­cio­na­rán to­tal­men­te la vi­sión de los oyen­tes y lec­to­res, ha­cien­do que la reali­dad sea ver­dad o fal­se­dad. No se tra­ta -tam­bién dice Fran­cesc- de fa­vo­re­cer una des­in­for­ma­ción en la que se ig­no­re el dra­ma del su­fri­mien­to o el es­cán­da­lo del mal, sino ayu­dar a su­perar este sen­ti­mien­to de dis­gus­to y re­sig­na­ción de no po­der fre­nar el mal y que con fre­cuen­cia apo­de­ra de no­so­tros.
No tie­ne nin­gún sen­ti­do que nos amar­ga­mos la vida con la ob­se­sión de mo­ler ma­las hier­bas, aque­llas que siem­pre de­jan al­guien ti­ra­do en la cu­ne­ta de la des­gra­cia. Más bien, con ac­ti­tud hu­mil­de y es­pe­ran­za­da tra­ta­mos de con­tri­buir a que toda co­mu­ni­ca­ción sea un ges­to que nos acer­que, una op­ción que nos hu­ma­ni­ce, un arte que nos dig­ni­fi­que.
+ Se­bas­tià Tal­ta­vull
Ad­mi­nis­tra­dor Apos­tó­li­co
Dió­ce­sis de Ma­llor­ca


jueves, 25 de mayo de 2017

«Sé tú mismo, siempre y serás feliz»


El día 6 de mayo estuve en Roda de Isábena acompañando a un centenar de jóvenes de los cuatro arciprestazgos de nuestra Diócesis. Llegados desde Fraga, Ballobar, Monzón, Binéfar, Barbastro, Ainsa, Graus… estos jóvenes vinieron con el deseo de abrir la «maleta de sus sueños» y compartirla con Jesucristo.
Esta iniciativa fue organizada con gran acierto por el equipo de Pastoral Juvenil de la Diócesis respondiendo a la inquietud que el Papa Francisco ha manifestado en repetidas ocasiones de darles la palabra a los propios jóvenes y que sean ellos mismos los que nos digan con sinceridad y libertad lo que sienten, lo que piensan, lo que hacen, lo que anhelan… También lo que temen o reprueban de la Iglesia. Para ello ha convocado en octubre de 2018 en Roma un Sínodo que versará sobre «los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional».
Nuestros jóvenes, motivados por una dinámica muy sugerente, trataron de responder a la pregunta crucial del encuentro: Señor, «¿qué sueñas de mí?». A las cinco de la tarde, congregados en la hermosa plaza del pueblo, después de hacer varios juegos de integración, se adentraron en la iglesia parroquial. Al contemplar la cripta, con la pila bautismal y el altar revestido con el frontal del sepulcro de San Ramón, patrono de nuestra Diócesis, tal como nos hizo notar Mn. Aurelio Ricou, se fue creando un clima de recogimiento interior que nos permitió imbuirnos en el MISTERIO, tocar nuestros orígenes, la raíz de nuestra fe.
Escuchar en ese contexto la conversión de Pilar Soto fue escalofriante. Cómo una chica joven, rubia, guapísima, presentadora de televisión, actriz, que había presentado un año las «campanadas» en tele Madrid, el «gran Prix» con Ramón García, que había actuado en «Mamma mía», «al salir de clase»…, que lo tenía todo, que aparentemente irradiaba felicidad por los cuatro costados, pudiera confesar que se había sentido «rota por dentro» y que había «tocado fondo». Cómo, al sentirse clínicamente desahuciada, levantó su mirada y se encontró con Jesucristo crucificado. Explicaba, sin ningún reparo, en el programa «cambio de agujas», cómo Jesucristo había sido verdaderamente su tabla de salvación. Y cómo había ido recuperando su dignidad como persona.
¡Paradójicamente, otros jóvenes, «ciegos de droga y alcohol», ratificaban el mismo sentimiento de vacío interior que les hacía sentirse realmente frágiles, vulnerables, dependientes, verdaderas «piltrafillas» humanas, hasta que se encontraron cara a cara con Jesucristo!
Después de ver estos testimonios tan sólo acerté a decirles: ¿qué tiene que suceder en el corazón de un joven para que llegue a tocar fondo o para sentirse vacío o roto por dentro? ¿Qué tiene que hacer Jesucristo por cada uno de los jóvenes del Alto Aragón para que descubran lo mucho que Dios les quiere y cómo los ha soñado?
Ciertamente «Dios no hace basura». Cuando te creó a ti o a mí, a cada uno, también a vuestros amigos o colegas de la pandilla o del cole, les adornó con múltiples cualidades. Quizá nadie les haya hablado todavía de esa hermosura interior que plenifica el corazón de toda persona.
¡Ojalá que este ramillete de jóvenes que se han ofrecido como intrépidos «apóstoles de calle», se atrevan algún día a decirles cara a cara a sus colegas que Dios los quiere felices, libres, auténticos, fecundos....!¡Desmonten sus tópicos! ¡Compartan con ellos que el verdadero secreto de la felicidad consiste en algo tan obvio y sencillo como: «sé tú mismo. Siempre»! En mi caso, no tengo más que a Cristo. Es a quien os ofrezco. No quiero engañaros. Ésta es mi riqueza, aunque algunos la menosprecien o la ignoren. Ahora entendéis por qué mi empeño en invitaros a participar en las «noches claras», ámbito privilegiado para el encuentro con el Señor. Os ofrezco lo mejor y lo único que tengo. Es realmente el que me ha hecho feliz como persona, como cura y como obispo. El que me ha ayudado a descubrir la belleza interior con la que Dios me ha adornado.
Al recorrer la nave del templo con la Custodia les invité a que miraran a Jesús Eucaristía y le preguntaran clara y abiertamente ¿qué sueñas de mí? Me iba deteniendo delante de cada uno de ellos. Les invitaba a tocarlo, mirarlo, decirle lo que llevaban en su corazón… Os confieso que me emocionó ver sus ojos «encendidos» o «enrasados». ¡Cuánto me hubiera gustado bucear por el corazón de todos ellos y escuchar sus palabras, enjugar sus lágrimas y sanar sus heridas!
Terminamos el encuentro con una dinámica muy evocadora: «abre la maleta de tus sueños». Los animadores y monitores, por grupos, fueron compartiendo las preguntas y respuestas que brotaban de su corazón y que fueron recogidas por «Tamtam3 comunicación» y por el «Equipo de Medios de la Diócesis» con el fin de hacérselas llegar personalmente al Papa para que conozca de primera mano los anhelos e inquietudes de nuestros jóvenes. La pegatina con el eslogan del encuentro ”séfeliz@sétúmismo, siempre» y la bendición del Santísimo cerró el espacio de oración, de reflexión y la entrevista de cada grupo. Con la merienda y algunos cantos se dio por concluido el encuentro y sobre las ocho de la tarde Roda volvió a recuperar su quietud y paz habitual.
Termino con esta elocuente oración de Benedicto XVI por los jóvenes que hago mía: «Abre tu corazón a Dios. Déjate sorprender por Cristo. Dale el «derecho a hablarte». Abre las puertas de tu libertad a su amor misericordioso: preséntale tus alegrías y tu penas a Cristo. Déjale que Él te ilumine con su luz la mente y toque con su gracia tu corazón. No te arrepentirás».
Con mi afecto y bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo Barbastro-Monzón


miércoles, 24 de mayo de 2017

Barbarie


                                                                                                               

Dios ¿Has visto? Y dicen que lo hacen en tu nombre… ¡Pobres infelices equivocados!

¡Mahoma haz el favor!!! ¿Cómo pudiste radicalizarte en tu error? Mira cuantos te siguen… Si es lo que querías, lo has conseguido.

Debiste quedarte meditando en tu cueva como hombre de Dios… Tenías razón cuando aquél día pensaste que era el demonio quien se te apareció, pero mira por donde el pueblo se equivocó y te lo creíste: “Un ángel de Dios” ¿para la guerra? Su dios Allah entonces, no es nuestro Dios. 

Dios no hace guerras porque no desea la muerte del hombre, por eso nos envió a su Hijo después de su alianza con la tierra. ¿De quién eres aliado, Mahoma?, ¿de quién lo era Stalin? Son tan parecidos…  

Qué importa la vida ¿Verdad? Conozco a un ser como tú que arrebata almas sin avisar, creo tenéis el mismo plan sobre el mundo. Ya nos advirtieron de los falsos profetas mucho antes de que vinieras y, todavía queda el más falso por venir.

¡Cuánto tenemos que orar, Dios mío, para descubrirle! Que como tú Mahoma, será un gran guerrero del engaño, usando palabras que como tú Mahoma, no dijo Dios. Pues sabes bien que el último profeta de Dios fue Juan el Bautista. El resto son una colosal y gravísima mentira para el alma. 

¡Dios nos ayude y proteja de los seguidores de la muerte!

Oremos por ellos y nosotros, no hay mejor remedio para Dios. Qué el Todopoderoso acoja a cuántos inocentes arrastren en su inmolación. Hoy toca Inglaterra, hoy toca Bagdad… mañana…¡Analizad a vuestro “profeta” y apartadlo de vuestra vida!

¡Barbarie tras barbarie (avisada) vive la humanidad! Y digo humanidad.  

Emma Diez Lobo


martes, 23 de mayo de 2017

¿Qué está pasando?


                                                                                     
Todo ha cambiado en pocos años. Se veía venir una ola gigante, pero no creímos que hiciera tanto daño al alma y no fue así. Destruyó principios y honores, decencias y respetos. Esa era y es la intención: “¡Quitemos libertades, impongamos el libertinaje el ateísmo y la mentira”! Lenguas demoníacas se instalan en el parlamento…

¡Alerta!!! amigos de Dios, tapad vuestros oídos a la maldad instalada, no son más que siervos del maligno haciendo su juego…

Engañaron tal que sanguijuelas adheridas, a masas débiles y sufrientes… Me espanta la cizaña matando el trigo, y es que se palpa y se huele el “azufre”. Me recuerdan al cuento alemán del “flautista de Hamelín” cuando los niños le seguían hacia el precipicio.

Así lo veo yo: Por la izquierda un camino oscuro plagado de risas falsas y gestos burlones; por la derecha, un camino soleado pleno de ovejas siguiendo a un pastor, hacia prados verdes y tranquilos.

Bárbaras tormentas caen cada día y aún no ha llegado el final. María nos avisa, San Juan lo escribe y Jesús nos alienta a ver la verdad no exenta de sufrimiento.

Me apunto a la oración para cambiar en mi medida al mundo perverso; me apunto a salvar con la ayuda de Dios a quien Él me ponga por delante; me apunto a la frase “Jesús confío en Ti” y a no tener miedo.   

Emma Díez Lobo


  

lunes, 22 de mayo de 2017

El perdón de Dios






La gran tentación de Satanás es hacer creer al hombre que Dios no ha perdonado sus pecados, incluso después de haberlos confesado. Puede haber una tendencia del hombre, consciente de su maldad, que le deja tan dolorida el alma, que no cree que Dios le pueda perdonar. Y es por desconocimiento de la Misericordia de Dios.

Estamos tan inmersos en este mundo, que caemos irremisiblemente en el pensamiento de que nuestros criterios son los mismos que los de Dios. Así, dado que “perdonamos pero no olvidamos”, creemos que el Señor es igual. Tendrá que venir el Señor, para que, en labios del profeta tenga que decir: “…Vuestros caminos no son mis caminos, y mis pensamientos no son vuestros pensamientos…” (Is 55,8)

Vendrá el rey David para que, después del arrepentimiento de sus pecados de asesinato y adulterio, entone ese hermoso Salmo 50: “…Devuélveme la alegría de tu salvación…”

Llama la atención que, en diversas ocasiones que nos revela la Escritura, después de un gran pecado, el hombre se refugie en Dios, y sea capaz, inspirado por Él, y para aliento de las generaciones futuras, de entonar grandes oraciones. Queda patente esto en el párrafo anterior, que nos deja esta bellísima oración del Salmo 50. Y hay otra oración, en la misma línea, que es la tentación de Tomás el Mellizo, por su desconfianza en la Resurrección de Jesucristo; Tomás necesita la experiencia en él de la Resurrección, y no cree en la Fuerza de Dios para resucitar a su Hijo. Es un pecado de desconfianza, que generará esa oración, de: “…Señor mío y Dios mío…” (Jn 20,28), que más tarde recogerá la Iglesia que, como Madre y Maestra, introduce en las palabras de la Consagración, para que sean meditadas y verbalizadas por los fieles al presentar la Sagrada Forma.

Por ello, alejemos de nosotros la desconfianza en el perdón de Dios, que ama tanto al hombre que, lo que no perdonó a los ángeles,  perdonó al género humano.

Cuando David pide: “…Devuélveme la alegría de tu salvación…”, está entonando el mismo canto de alegría con que fue saludada nuestra Madre María al ser anunciada por Gabriel de su maternidad. “… ¡Alégrate, llena de gracia!...”(Lc 1,26-38)

 Pues llenémonos de esta alegría, porque, en palabras del salmista: “…el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres…”, (Sal 125), por su Misericordia y su perdón.


Alabado sea Jesucristo

Tomas Cremades Moreno


sábado, 20 de mayo de 2017

Quienes sirven a los enfermos son testigos de la ternura de Dios


Carta del arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo, con motivo de la Pascua del Enfermo.

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos en este domingo VI del tiempo pascual la llamada Pascua del Enfermo, jornada muy apta para hacer visible la cercanía de la comunidad cristiana a nuestros hermanos enfermos. Saludo con mucho afecto a quienes vivís la experiencia del sufrimiento, unidos a la carne de Cristo sufriente. Saludo también a los profesionales de la medicina, a los que agradezco su dedicación y competencia profesional; a los familiares de los enfermos, especialmente de los crónicos o de larga duración. Saludo además a los voluntarios que trabajan en la pastoral de la salud en la Archidiócesis y en las parroquias, a los capellanes y párrocos. A todos os invita el papa Francisco, en el mensaje que nos ha dirigido con ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo, a dar gracias por la preciosa vocación que el Señor os ha concedido de acompañar y servir a los enfermos, un aspecto esencial en la vida de la Iglesia, cuya misión incluye el servicio a los últimos, a los enfermos, a los que sufren, a los excluidos y marginados.

Efectivamente, el cuidado de los enfermos es algo que pertenece a la columna vertebral del Evangelio y a la mejor tradición cristiana. La Iglesia siempre ha vivido la solicitud por los enfermos imitando a su Maestro, a quien los Santos Padres califican como el Médico divino y el Buen Samaritano de la humanidad. Jesús, en efecto, al mismo tiempo que anuncia el Evangelio del Reino de Dios, acompaña su predicación con signos y prodigios en favor de quienes son prisioneros de todo tipo de enfermedades y dolencias. El Señor trata a los enfermos con infinita ternura, pues las personas a las que la salud ha abandonado, lo mismo que las sufren una grave discapacidad, conservan íntegra su dignidad, nunca son simples objetos y merecen todo nuestro respeto y cariño.

Muchos cristianos, hombres y mujeres, como fruto de su fe recia y consecuente, se brindan a estar junto a los enfermos que tienen necesidad de una asistencia continuada para asearse, para vestirse y para alimentarse. Este servicio, cuando se prolonga en el tiempo, se puede volver fatigoso y pesado, pues es relativamente fácil servir a un enfermo por unas horas o unos días, pero es difícil cuidar de una persona durante meses o durante años, incluso cuando ella ya no es capaz de agradecerlo. No cabe duda de que éste es un sorprendente camino de santificación personal, en el que se experimenta de un modo extraordinario la ayuda del Señor, como muchos hemos podido comprobar en nuestra vida. Por otra parte, constituye una fuente prodigiosa de energía sobrenatural para la Iglesia, si quien está junto al enfermo ofrece al Señor su entrega por tantas intenciones preciosas que todos llevamos en el corazón.

El tiempo que pasamos junto al enfermo es un tiempo santo porque nos hace parecernos a Aquel que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28), a Aquel que nos dijo también: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). A veces acuciados por las prisas, por el frenesí del hacer y del producir, nos olvidamos del valor de la gratuidad, de ocuparnos del otro, de hacernos cargo de él, y especialmente del valor singular del tiempo empleado junto a la cabecera del enfermo.

En el fondo olvidamos aquella palabra del Señor, que dice: «lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Dios quiera que en nuestra Archidiócesis seamos muchos los que comprendamos el valor que tiene dedicar nuestro tiempo al servicio y al acompañamiento, con frecuencia silencioso, de nuestros hermanos enfermos, que, gracias a ello, se sienten más amados y consolados.

Esta tarea que corresponde a todo buen cristiano, la realizan de forma eminente los voluntarios de los equipos de pastoral de la salud, que llevan el consuelo de Dios, el amor y el afecto de la comunidad parroquial a los enfermos. Les felicito y agradezco su compromiso, lo mismo que al Delegado Diocesano de Pastoral de la Salud y a los capellanes de hospitales. Pido al Señor que les conceda fortaleza para cumplir su hermosísimo quehacer. El papa Francisco les anima en su mensaje a mirar a la Santísima Virgen, Salud de los enfermos. Ella, añade el Santo Padre, es para todos nosotros garante de la ternura del amor de Dios y modelo de abandono a su voluntad. Ella alienta a todos los entregados a esa pastoral preciosa a que siempre encuentren en la fe, alimentada por la Palabra y los Sacramentos, la fuerza para amar a Dios y a los hermanos en la experiencia también de la enfermedad.

Para todos ellos, para el personal sanitario y para quienes cuidan en sus casas con infinito amor a sus seres queridos enfermos, mi afecto fraterno y mi bendición.


VI Domingo de Pascua



El Espíritu nos resucitará por medio del amor

Estos domingos nos ha recordado la palabra de Dios que Cristo ha muerto y resucitado por todos, en concreto el domingo pasado Jesús nos decía que iba a prepararnos un lugar junto  a Dios y que volvería de nuevo para ayudarnos a ir a tomar posesión de él. Para ello tenemos que recorrer un camino, que es él mismo, actualizando su vida en la nuestra por medio del amor y así  participaremos de su resurrección.  La liturgia de este domingo vuelve a este último punto: el Espíritu Santo nos capacita para actualizar en nuestra vida el camino de amor de Jesús que conduce a nuestra resurrección.

Si Dios es amor, el camino que conduce a él es el amor gratuito y total. La humanidad era incapaz de recorrerlo, y el Padre  envió a su Hijo, que se hizo hombre para recorrerlo en nombre de todos nosotros.  Su amor fue total, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el máximo (Jn 13,1) y no se quedó en sentimentalismos sino que se tradujo en dar su vida, pues nadie tiene amor mayor que este de dar la  vida por sus amigos  (Jn 15,13). Este amor le llevó al Padre, que le escuchó por su amor serio (Hebr 5,7); Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy de mí mismo. Este es el mandato que he recibido del Padre  (Jn 10,17-18).

El Espíritu Santo, autor de su humanidad (Lc 1,35), fue el que lo condujo en su ministerio (Lc 3,22; 4,14; 10,17...) e hizo que  ofreciera su existencia  al Padre como sacrificio inmaculado (Hebr 9,14); finalmente fue el que resucitó su humanidad culminando así su tarea. El Espíritu Santo es el poder y amor de Dios en persona; su  “especialidad” es dar vida, divinizar por medio del amor. Si Dios es amor, el medio adecuado para acercarse a él y divinizar es el amor. Jesús secundó plenamente su acción y el Espíritu glorificó su humanidad: murió porque se hizo carne mortal, destinada a la muerte, pero resucitó porque poseía el Espíritu (2ª lectura).
Cada persona está invitada a recorrer este camino de amor con la ayuda del Espíritu Santo para participar así la resurrección de Jesús. De aquí la importancia del Espíritu Santo y del amor en la vida cristiana.

El Espíritu Santo es el gran don de Cristo resucitado a la humanidad. El hombre es carne y necesita el poder del Espíritu para entrar en el mundo de Dios: quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos. Lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu (Jn 3,5-6) y puede participar del mundo de Dios. Para ello nos capacita para creer, en el bautismo nos une a Cristo muerto y resucitado y nos acompaña en toda  la existencia para que la vivamos en el amor, el medio que diviniza. Si el hombre lo secunda hasta el final, lo resucitará: Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11)

El amor es central en la vida humana y cristiana. Hoy día es un concepto un tanto degradado por el uso que se hace de él. Aquí nos referimos al amor de Dios, manifestado en Cristo, que podemos participar y en el que debemos crecer, porque al final “seremos examinados de amor”. Su esencia es darse buscando el bien y la felicidad del otro. Tiene dos facetas básicas legítimas, interesado y desinteresado. El primero ama buscando el propio interés y el del otro, el segundo, ama buscando sólo el bien del otro. Ambos tienen que ir unidos y en la vida cristiana tiene que ir predominando el gratuito. Y esto en la vida familiar, laboral, social, ciudadana... De esta forma la existencia humana se convierte en un sacrificio vivo, agradable a Dios, como lo fue la de Jesús. Desde este punto de vista el cristianismo no es una “religión de templos y ritos” sino una religión secular cuyo templo son los cristianos (Ef 2,19-21; 1 Pe 2,8-9), y cuyo sacrificio es la vida secular de cada día (Rom 12,1-2).

Entonces ¿para qué la Eucaristía? Para hacer posible este sacrificio existencial. En ella damos gracias al Padre por su amor y por medio de Cristo, cuyo sacrificio existencial se hace presente, le ofrecemos por amor la vida de cada día y pedimos la ayuda de su Espíritu para seguir caminando hasta llegar a la resurrección. Eucaristía y vida secular son inseparables.


Rvdo don Antonio Rodríguez Carmona

viernes, 19 de mayo de 2017

María, madre y mujer

  
        Mientras rezaba el 2º misterio luminoso en el rezo del santo rosario han venido a mi mente las siguientes consideraciones. No sé si las leyera un teólogo  pasarían el antiguo “nihil obstat”, pero tampoco creo que me excomulgara.

        Cuando Jesús la eligió para ser su madre, como nos pasaría a cada cual que pudiera, eligió la mejor del momento. Pese a su maternidad divina no dejó de ser mujer y en consecuencia tendría las virtudes de la mujer, pero también las peculiaridades, llamémosle así, de ellas.

        Ya en la presentación de Jesús, Simeón le dijo aquello de “…y una espada te atravesará el corazón”. Estas palabras a la mujer-madre le darían mucho qué pensar. La sensibilidad femenina es, digamos, más sutil y delicada que la del varón con lo que, como también dice Lucas “...María conservaba todas estas cosas en su corazón”. Igualmente cuando el niño se les perdió en el templo, ¡vaya soponcio! diríamos en un lenguaje coloquial y encima la respuesta del niño… “¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” A todas estas vivencias les iría dando vueltas en sus reflexiones, trataría de comprenderlas y las iría asimilando hasta el punto de hacerlas vida.

        Es de suponer que, esas meditaciones, vivencias y recuerdos hechos vida los trataría de llevar a la práctica en la educación de Jesús en el día a día. Como cualquier madre estaría pendiente e, incluso, sobreprotegería en el mejor sentido de la palabra al niño para que nada le pasara, para que fuera creciendo según las normas de la época y del medio en que vivían, le educaría en la obediencia, respeto a los mayores, en su buen comportamiento con la comunidad, en sus juegos y convivencia con los otros niños, etc. ¡Ten cuidad! ¡Qué te vas a caer! ¡Ya te lo había advertido! En fin, como cualquier madre. Por supuesto y con mayor ahínco  en lo tocante a la instrucción en la Ley de Moisés. Así, en su humanidad, Jesús llevaría el sello de María, actuaría como ella le guiaba, ante los vecinos se comportaría tal como ella le había educado.

        Incluso en el paso de la vida privada a la pública, por cierto con este paso ella prácticamente desaparece, se dio cuenta de que ya había pasado su tiempo, María, madre y mujer, se encargó de ejercer su influencia. Fue a avisarle, como si él no se hubiera percatado del problema de aquella pareja y ante la contestación de Jesús, la madre-mujer no se achanta, sigue queriendo influir en el hijo, sigue ejerciendo su rol y… poco menos que le obliga por su autoridad materna a realizar el milagro. Si lo conocería y estaría tan segura de su influencia sobre él que a pesar de la respuesta, ella se dirige a los sirvientes ahora diríamos que lo “puentea”  para decirles: “Haced lo que él os diga”. Así, de esta manera, a Jesús no le cupo más remedio que seguir obedeciéndola, ya hecho todo un hombre, para no dejarla desairada ante la concurrencia. Ella como perspicaz mujer se percata del problema, asume como propia la preocupación de aquella familia desairada a causa de la falta de previsión. Como madre no duda en echar mano de su influencia y autoridad sobre el hijo para sacar de apuros a la pareja de recién desposados.

        Pongámonos nosotros, también como hijos suyos, bajo su amparo cuando los problemas lleguen a nuestras vidas, cuando nos falte la alegría, cuando nos ahoguemos bajo el peso de las dificultades y sobre todo cuando la aridez espiritual nos invada.

Pedro José Martínez Caparrós

        

jueves, 18 de mayo de 2017

Comenzar la mañana con la oración (recuerdos de la niñez)




Recuerdo cuando era niño que, la clase por la mañana se iniciaba con una oración. Y recuerdo que en el estrado del profesor, en la pared, en formato grande, había pintado un teléfono. Eran tiempos en que el teléfono de pared, negro, no estaba implantado en todas las casas. Y comenzábamos la oración con la señal de la Cruz. Y nos decía el profesor: “la señal de la Cruz es como cuando marcas el número de teléfono para comunicar con alguien. En este caso, con esta señal, te pones en contacto con Dios”.

Creo que es bueno comenzar con la señal de la Cruz nuestras oraciones, aunque lo hagamos de forma inconsciente. Pero yo siempre recordaré este símbolo del teléfono que me lleva necesariamente a la comunicación con el Señor.

Y después, creo que es importante rezar la oración del “Señor mío Jesucristo…”, en la que pedimos perdón por nuestros pecados y nos abre las puertas para la oración posterior.

Y pedimos: “…Señor, ¡ábreme los labios! Y mi boca proclamará tu alabanza…”. Y es que, de la misma forma que con la boca cerrada no podemos recibir el alimento, con la boca del alma, si está cerrada, tampoco podemos recibir el alimento de la oración.

No en vano dirá el salmo:”…Yo soy Yahvé, tu Dios, que te saqué del país de Egipto, ¡abre tu boca que te la llene!…” (Sal 81,11)

Es curiosa esta forma de pedir al Señor: “…mi boca proclamará tu alabanza…”

 La única Palabra que se proclama es precisamente la Palabra, el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Es decir, mi boca estará en disposición de alimentarse con el Evangelio. Fijémonos que en la celebración de la Eucaristía, el celebrante al abrir el Evangelio dice: “proclamación del santo Evangelio según…”

Pues comencemos la mañana en la presencia del Señor, que él se cuidará de nosotros durante el día, para que también “nuestro pie no tropiece en piedra de escándalo “(Sal 90)

Alabado sea Jesucristo

Tomas Cremades Moreno


martes, 16 de mayo de 2017

' Ve­nid y va­mos to­do­s’


 Que­ri­dos her­ma­nos y her­ma­nas:
El 30 de abril de 1965 pu­bli­ca­ba el Papa Pa­blo VI una bre­ve y pre­cio­sa en­cí­cli­ca ti­tu­la­da “Mes de Mayo”, en la que con­fe­sa­ba que al acer­car­se este mes emi­nen­te­men­te ma­riano le lle­na­ba de gozo pen­sar en el con­mo­ve­dor es­pec­tácu­lo de fe y de amor que a lo lar­go del mis­mo se ofre­ce en to­das par­tes de la tie­rra en ho­nor de la Reina del Cie­lo. “En efec­to, -aña­día el Papa-  mayo es el mes en el que en los tem­plos y en las ca­sas par­ti­cu­la­res sube a Ma­ría des­de el co­ra­zón de los cris­tia­nos el más fer­vien­te y afec­tuo­so ho­me­na­je de su ora­ción y ve­ne­ra­ción”. Como con­se­cuen­cia de la se­cu­la­ri­za­ción, hoy las co­sas no son como Pa­blo VI las so­ña­ba hace sólo cin­co dé­ca­das. Se­gu­ra­men­te ni en mu­chas pa­rro­quias, ni en la ma­yo­ría  de las fa­mi­lias se con­ser­van las prác­ti­cas pia­do­sas en­tra­ña­bles con que hon­rá­ba­mos a la Vir­gen en el mes de las Flo­res en nues­tros Se­mi­na­rios, ca­sas re­li­gio­sas y co­le­gios, que tan­tos re­cor­da­mos con año­ran­za. No deja de ser una des­gra­cia, pues­to que como el mis­mo Pa­blo VI ma­ni­fies­ta, al mis­mo tiem­po que en el mes de mayo hon­ra­mos a Ma­ría, “des­de su trono des­cien­den has­ta no­so­tros los do­nes más ge­ne­ro­sos y abun­dan­tes de la di­vi­na mi­se­ri­cor­dia”.

Pues­to que es­toy con­ven­ci­do de que aque­llas prác­ti­cas de­vo­cio­na­les nos sir­vie­ron muy mu­cho para en­rai­zar des­de ni­ños en nues­tro co­ra­zón la de­vo­ción y el amor a la Vir­gen, su­gie­ro y pido a to­das las co­mu­ni­da­des cris­tia­nas de nues­tra Ar­chi­dió­ce­sis que han per­di­do ta­les prác­ti­cas, que ha­gan lo po­si­ble por re­cu­pe­rar­las, pues la ver­da­de­ra de­vo­ción y el cul­to ge­nuino a la Vir­gen es siem­pre ca­mino de con­ver­sión, de vida in­te­rior y de di­na­mis­mo pas­to­ral. Ma­ría es el ca­mino que con­du­ce a Cris­to. Todo en­cuen­tro con Ella ter­mi­na en un en­cuen­tro con su Hijo. Des­de su co­ra­zón mi­se­ri­cor­dio­so, en­con­tra­mos más fá­cil ac­ce­so al co­ra­zón mi­se­ri­cor­dio­so de Je­sús.
Efec­ti­va­men­te, la San­tí­si­ma Vir­gen ocu­pa un lu­gar cen­tral en el mis­te­rio de Cris­to y de la Igle­sia y, por ello, la de­vo­ción a Ma­ría per­te­ne­ce a la en­tra­ña mis­ma de la vida cris­tia­na. Ella es la ma­dre de Je­sús. Ella, como pe­re­gri­na de la fe, acep­tó hu­mil­de y con­fia­da su mis­te­rio­sa ma­ter­ni­dad, ha­cien­do po­si­ble la en­car­na­ción del Ver­bo. Ella fue la pri­me­ra oyen­te de su pa­la­bra, su más fiel y aten­ta dis­cí­pu­la, la en­car­na­ción más au­tén­ti­ca del Evan­ge­lio. Ella, por fin, al pie de la Cruz, nos re­ci­be como hi­jos y se con­vier­te, por un mis­te­rio­so de­sig­nio de la Pro­vi­den­cia de Dios, en co­rre­den­to­ra de toda la hu­ma­ni­dad. Por ser ma­dre y co­rre­den­to­ra, es me­dia­ne­ra de to­das las gra­cias ne­ce­sa­rias para nues­tra sal­va­ción, nues­tra san­ti­fi­ca­ción y nues­tra fi­de­li­dad, lo cual en ab­so­lu­to os­cu­re­ce la úni­ca me­dia­ción de Cris­toTodo lo con­tra­rio. Esta me­dia­ción ma­ter­nal es que­ri­da por Cris­to y se apo­ya y de­pen­de de los mé­ri­tos de Cris­to y de ellos ob­tie­ne toda su efi­ca­cia (LG 60).

La ma­ter­ni­dad de Ma­ría y su mi­sión de co­rre­den­to­ra si­guen sien­do ac­tua­les: ella asun­ta y glo­rio­sa en el cie­lo, si­gue ac­tuan­do como ma­dre, con una in­ter­ven­ción ac­ti­va, efi­caz y be­né­fi­ca en fa­vor de no­so­tros sus hi­jos, im­pul­san­do, vi­vi­fi­can­do y di­na­mi­zan­do nues­tra vida cris­tia­na. Esta ha sido la doc­tri­na cons­tan­te de la Igle­sia a tra­vés de los si­glos, en­se­ña­da por los Pa­dres de la Igle­sia, vi­vi­da en la li­tur­gia, ce­le­bra­da por los es­cri­to­res me­die­va­les, en­se­ña­da por los teó­lo­gos y muy es­pe­cial­men­te por los Pa­pas de los dos úl­ti­mos si­glos.

Por ello, la de­vo­ción a la Vir­gen, co­no­cer­la, amar­la e imi­tar­la, vi­vir  una re­la­ción fi­lial y tier­na con ella, acu­dir a ella cada día, hon­rar­la con el rezo del án­ge­lus, las tres ave­ma­rías, el ro­sa­rio u otras de­vo­cio­nes re­co­men­da­das por la Igle­sia, como las Flo­res de mayo y la no­ve­na de la In­ma­cu­la­da, no es un adorno del que po­da­mos pres­cin­dir sin que se con­mue­van los pi­la­res mis­mos de nues­tra vida cris­tia­na.
Efec­ti­va­men­te, Ma­ría es el arca de la Alian­za, el lu­gar de nues­tro en­cuen­tro con el Se­ñor; re­fu­gio de pe­ca­do­res, con­sue­lo de los afli­gi­dos y re­me­dio y au­xi­lio de los cris­tia­nos; ella es la es­tre­lla de la ma­ña­na que nos guía en nues­tra pe­re­gri­na­ción por este mun­do; ella es sa­lud de los en­fer­mos del cuer­po y del alma. Ella es, por fin, la cau­sa de nues­tra ale­gría y la ga­ran­tía de nues­tra fi­de­li­dad.
Hon­re­mos, pues, a la Vir­gen cada día de nues­tra vida y muy es­pe­cial­men­te en el mes de mayo. Acu­da­mos a vi­si­tar­la en sus san­tua­rios y er­mi­tas con amor y sen­ti­do pe­ni­ten­cial. Lo re­pi­to, qué bueno se­ría que en nues­tras pa­rro­quias, co­le­gios ca­tó­li­cos y co­mu­ni­da­des se res­tau­ra­ran las Flo­res de mayo u otras de­vo­cio­nes pa­re­ci­das. El amor y el cul­to a la Vir­gen es un mo­tor for­mi­da­ble de di­na­mis­mo es­pi­ri­tual, de fi­de­li­dad al Evan­ge­lio y de vi­gor apos­tó­li­co. Que nun­ca ter­mi­ne­mos nues­tra jor­na­da sin ha­ber ren­di­do un ho­me­na­je fi­lial a Nues­tra Se­ño­ra.
Para to­dos, mi sa­lu­do fra­terno y mi ben­di­ción.
+ Juan José Asen­jo Pe­le­gri­na
Ar­zo­bis­po de Se­vi­lla