viernes, 3 de noviembre de 2017

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario



Servicio fraternal en la comunidad

        La segunda lectura afirma el poder de la palabra de Dios que se ha proclamado. Por ella Dios Padre habla hoy a cada uno de los componentes de la comunidad. En concreto hoy nos invitan a realizar las tareas encomendadas a cada uno con espíritu fraternal, evitando toda pretensión de vanidad o dominio sobre los demás. El fundamento de esta enseñanza es que Dios es nuestro único Padre, que une la humanidad en  una sola familia, y de manera especial la comunidad eclesial que es “en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Por ello la comunidad eclesial es fundamentalmente una fraternidad  con un solo Padre; está animada por el amor de Dios infundido por el Espíritu Santo. Dentro de esta fraternidad, que es el Cuerpo de Cristo, hay diversas tareas y ministerios, de los que se sirve Jesús para ofrecer su salvación, todos ellos necesarios y deben ejercerse en la unidad y humildad al servicio de los demás miembros (1 Cor 12).

En la Iglesia hay autoridad, que viene de Jesús, y su misión es hacer crecer a los demás, de acuerdo con la etimología de la palabra auctoritas (del verbo augeo). Pero la Iglesia está compuesta de personas humanas, que, como tales, están expuestas a las malas inclinaciones que ha dejado en nosotros el pecado original, entre ellas la vanidad, el orgullo, el afán de dominar. Este fue el caso tanto en algunos sacerdotes de Israel, denunciados en la primera lectura, como entre escribas fariseos, denunciados en el Evangelio. Estas denuncias son unas llamadas de atención, puesto que nosotros, cristianos, podemos incurrir en las mismas desviaciones.

La primera lectura denuncia un ejercicio del sacerdocio erróneo, que desacreditaba este ministerio; los que debían ser trasparencia entre Dios y el pueblo, se habían convertido en pantalla que alejaba los hombres de Dios.

El Evangelio contiene dos partes. La primera dirigida a los discípulos y a todo el pueblo, denuncia tres desviaciones de los escribas fariseos para que las evitemos. La primera es enseñar y no acompañar la enseñanza con el ejemplo. Jesús reconoce la legitimidad y verdad de su enseñanza, que se supone que son las enseñanzas del AT, pero reprueba que no las pongan por obra. La razón es que todo el que enseña la palabra de Dios ha de hacerlo como “testigo”, convencido de su verdad, bondad y utilidad; por eso en su enseñanza no hace más que compartir, movido por el amor, lo que él mismo vive cada día. En la Iglesia hay que enseñar como testigos, no como profesionales de unas teorías que no nos incumben.

La segunda desviación es imponer cargas pesadas y no ayudar a llevarlas. Se trata de puntos duros y difíciles que contiene la palabra de Dios, que no hay que callar y hay que enseñar a pesar de su carácter antipático. Lo que no vale es hacerlo como el que impone una carga de forma fría e impersonal, sin comprender la situación de dificultad en que se va a encontrar el hermano. Debe hacerlo con entrañas de misericordia, comprometiéndose en ayudar al necesitado en esta situación. Finalmente Jesús denuncia la causa de todo esto: ejercer la tarea recibida al servicio de la propia vanidad, el orgullo, la voluntad de dominar; todo esto se manifiesta en la forma de vestir, en la elección de puestos, en el deseo de títulos, en la lucha por el escalafón.

La segunda parte está dirigida sólo a los discípulos y justifica las denuncias anteriores. La comunidad cristiana sólo tiene un Padre y un Maestro, todos los demás somos hermanos. Realmente por el bautismo todos los cristianos somos hermanos e iguales; hay diferentes tareas, pero éstas no tienen que romper esta igualdad fundamental: Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo:  ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gal 3,27-28);  revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos (Col 3,10-11). 

        Termina Jesús recordando que el comportamiento que tenga cada uno está sometido a juicio, pues al final tendrá lugar un juicio que humillará al que ha vivido para subir y ensalzar al que se ha hecho el último de los hermanos para mejor servir. Esto implica una revolución de valores en la comunidad cristiana, que tiene que convertirse constantemente.

        La Eucaristía es celebración sacramental de esta fraternidad esencial: Dios Padre reúne su familia por medio de Jesús para alimentarla en el espíritu de fraternidad servicial.


Dr. don Antonio Rodríguez Carmona

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