miércoles, 20 de diciembre de 2017

Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad



 “Todos los años, cuando cae la noche del 24 de diciembre, la vieja Humanidad, arrastrando sus pies y sus harapos, agarrándose a las paredes para no caerse porque sus envejecidos ojos ya no le sirven para mucho, se acerca a la puerta del mundo y deja allí sus viejos zapatos, agujereados y carcomidos y los deja más por una vieja rutina a la que no sabe renunciar que por una verdadera esperanza. Ya sabe lo que ha ido encontrando en ellos a lo largo de tantos años: guerras, decepciones, amarguras, niños muertos o mujeres violadas. Pero ¿Quién sabe?, tal vez algún año algo cambie, aunque teme que si cambiase ella apenas sabría reconocer ese cambio. Recuerda lo que ocurrió hace dos mil diecisiete años: sobre los zapatos lloraba un bebé que parecía distinto. Distinto no porque llorase de otro modo o fuera más alto, más gordo o más hermoso que los demás. Distinto porque olía desmesuradamente a Dios. ¿Y si fuera? Alguien había asegurado que la gran prueba de que Dios no estaba decepcionado de los hombres era que estaba dispuesto a hacerse uno de ellos. Y que una noche dejaría en los zapatos de la Humanidad el regalo de su propio Hijo. 

Dios era don, era regalo; esto lo sabían; pero ellos preferían imaginarse otro tipos de regalos: coches, pozos petrolíferos; y no un chiquillo que dijera: yo estoy aquí porque necesito estar contigo. Y por eso, porque el regalo era tan extraño, la vieja humanidad siguió sin enterarse y sigue la pobre, todos los días 24 de diciembre, dando vueltas y vueltas. Un día cuando se entere de que ser hombre se ha convertido en una cosa distinta y mejor, descansará y pondrá campanillas verdes en el corazón de la Navidad.

 José Luis Martín Descalzo 


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