sábado, 10 de febrero de 2018

VI Domingo del Tiempo Ordinario





el reino de dios crea comunidad y reintegra a los marginados

En su presentación inicial de Jesús (Mc 1,16-45), Marcos presenta la curación del leproso como el mayor de los signos realizados por Jesús. Para comprender su alcance y cómo los testigos lo percibieron como signo, es necesario conocer cómo se percibía la lepra en aquella época.

Gracias a Dios, hoy día la lepra ha perdido la gravedad que tenía antiguamente y se la considera una enfermedad curable y erradicable (20 € bastan para un tratamiento), por lo que no debe provocar las reacciones que antiguamente producía. En aquel tiempo se consideraba la lepra como una muerte en vida, ya que la idea que tenían de vida –idea precientífica, pero fundada en la experiencia – era un “ser con fuerza y sociabilidad”, es decir, vivir es capacidad de moverse, esfuerzo, poder trabajar... y, por otra parte, vivir es poder relacionarse y compartir con los demás. Una persona débil y aislada, sin relación con nadie, está muerta. Ahora bien, el leproso era una persona que iba perdiendo poco a poco ambas cosas, experimentaba la pérdida de fuerza y la descomposición de su cuerpo y, por otro lado, era excluido de la convivencia humana, obligado a vivir en las afueras de la ciudad para evitar contactos con los demás, ya que éstos podían producir contagios y, más aún, hacían legalmente impuro de acuerdo con la ley judía, igual que si se tocara un cadáver, pues se le consideraba un cadáver ambulante. De esta forma la lepra excluye no solo de la sociedad civil, sino también del pueblo de Dios. La primera lectura recuerda las leyes de separación, normas que en el rabinismo posterior se fueron endureciendo (recuerden las escenas de leprosos de la película Ben Hur).

En este contexto la tradición judía considera curar un leproso como resucitar un muerto (Sanh 47ª). Por ello la curación solo puede realizarla Dios, lo mismo que resucitar a un muerto cf. 2 Re 5,7: el rey de Israel recibe una carta del rey de Siria pidiéndole que cure de la lepra a Naamán y rechaza la petición, porque esto sólo puede hacerlo Dios. El sacerdote, como experto de la Ley, donde se trata estos casos, era el competente para diagnosticar la lepra y, en su caso, para diagnosticar la curación.

El relato de Marcos presenta un leproso, lleno de fe, pues cree que Jesús puede realizar algo imposible, curar un leproso, que equivale a resucitar un muerto. Se acerca a Jesús, cosa prohibida a un leproso, y le pide que, si quiere, lo puede limpiar o purificar (no dice “curar” sino “purificar”, es decir, curar la lepra y dejar de ser impuro y excluido del pueblo de Dios). Siente su enfermedad como una exclusión del pueblo de Dios. Jesús, sintiendo lástima, lo tocó, acto prohibido con un leproso, y con este tocar y su palabra quedó purificado. Comenta san Juan Crisóstomo: La pureza tocó la impureza y no quedó impura sino que transformó la impureza en pureza. Después Jesús envía al curado al sacerdote competente para que certifique la realidad de la curación.

La curación de un leproso es uno de los signos de la llegada del Reino de Dios y de la autenticidad del mesianismo de Jesús cf. Mt 11,5/Lc 7,28. Como signo, presenta al Reino de Dios y a Jesús, su heraldo, como el misericordioso que gratuitamente resucita a los muertos, dando plenitud de vida, es decir, plenitud de vigor personal y plena integración en el pueblo de Dios, eliminando todo tipo de marginación.

Para Jesús la marginación no tiene razón de ser y quiere que sus discípulos luchen contra ella, especialmente las producidas por el pecado del hombre, por la avaricia, egoísmo, orgullo... Las marginaciones existentes en la actualidad son fruto del pecado que esclaviza la creación y la pone a su servicio, al servicio de la “vanidad” (Rom 8,28). Se trata de una creación unida en sus comienzos, en que todo fue creado por Cristo, en Cristo y en él (Col 1,16-17) para formar una gran familia y un solo pueblo. El pecado del hombre ha roto esta unidad y por ello Cristo, el modelo, de nuevo tiene que reconstituirlo, recapitulando todo en él (Col 1,19-20). Cristo ya ha puesto las bases para esta gran recomposición de la unidad. Ahora falta la colaboración del hombre, pues la creación está esperando de forma expectante la manifestación gloriosa de los hijos de Dios (Rom 8,19). En la medida en que una persona sea redimida, luchará contra la división y marginación para crear una gran comunidad, una gran familia.

Desgraciadamente en nuestra sociedad y comunidad eclesial se dan marginaciones, cf. marginación por raza, situación económica, forma de pensar, conducta moral... El cristiano tiene obligación de ver las situaciones actuales de marginación que nos rodean, analizar sus causas y trabajar para que desaparezcan, pues son contrarios al plan creador de Dios y a su Reino, que exige una comunidad sin excluidos. A veces las marginaciones son fáciles de corregir, a veces son fruto de situaciones complejas que no se pueden simplificar y necesitarán estudio y paciencia, pero lo importante es reconocerlas y dar pasos hacia la solución.

La Eucaristía es sacramento de la unidad, su celebración debe ser expresión de la integración eclesial de todos los miembros de la comunidad y alimento para trabajar contra todo tipo de marginación.

                                      
Dr. Antonio Rodríguez Carmona


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